Informe 1: El Olimpo

Uno de los asuntos que caracteriza a la mitología clásica y al politeísmo grecorromano en general es que estos, a diferencia del cristianismo, nos describen a unos dioses que cuentan con las mismas virtudes y defectos que pudieran tener los hombres en la tierra. Así pues, la integridad, la piedad y la inteligencia cohabitan sin problema con la envidia, la vanidad y el capricho malévolo del que, en no pocas ocasiones, hacen gala las célicas deidades. De ese modo, no cuesta entender que los inquilinos del Olimpo fueran tan apreciados como temidos por los humanos, y que la mitología resultase un enorme culebrón imposible de no seguir; véanse: infidelidades, aventuras, asesinatos, amores imposibles y pasiones inmortales de todo pelaje. En ese sentido, el Dios católico, sobre todo el del Nuevo Testamento, es algo más insulso, pues basa su razón de ser en su infalibilidad, pureza y perfección: si algo vil sucede es culpa nuestra, si acontece algo bueno es gracias a Dios; no hay más cera que la que arde.
Gustave Flaubert detestaba la democracia, al menos la francesa del xix, ya que aducía que se soportaba en una "moral de evangelio", constituida en la Gracia en detrimento de la justicia. Así, el autor de Madame Bovary se inclinaba por una suerte de despotismo ilustrado, una "aristocracia natural" que se impusiese de un modo legítimo, por una fuerza de gravedad intelectual, una razón civilizadora al estilo griego donde la colonización de las masas fuese de arriba abajo. La democracia, según el genio de Ruán, se sustenta en la estulticia burguesa, en la idea perversa de conseguir, por un nada desdeñable plato de lentejas, elevar al proletariado hasta el nivel de idiotez de aquella clase social, generadora de los peores y los más absurdos males que han acechado y asolarán al hombre moderno. El vaticinio de Flaubert de que el siglo xx sería un erial del pensamiento, presidido por la moral corrupta y la mente enferma de la burguesía, se puede dar por cumplido; hoy, inmersos ya sin remedio en el siglo siguiente, cabe preguntarse si ese ascenso a los infiernos está llegando a su fin cuando uno toca la cúpula celeste. El proletariado se aupó a lomos de la burricie burguesa, ya somos iguales en eso. Ahora el siguiente escalón ya no lo subiremos como clase social, sino como individuos que comparten grupos de WhatsApp: ahora toca ser dioses.
Cada uno busca saber qué es la realidad, la verdad, aquello que supuestamente vale la pena. Todo el mundo cree estar en la capa más profunda del conocimiento de la vida, en la parte esencial del tejido humano. Reconocemos las limitaciones intelectuales, incluso las emocionales que tenemos, sin embargo no las vinculamos a un conocimiento profundo de uno mismo, de los demás, del medio y de las relaciones que nos unen: así es la ética moderna, es lo mismo saber que no saber.
Quien más quien menos llega a una edad en que deja de asombrarse —salvo de que ha llegado a una edad— y empieza a dar por sentado que sabe lo que hay y cómo funcionan las cosas un poco más que el resto. Ese comportamiento presuntuoso, llamado paradójicamente por algunos «madurez», no es más que un ejercicio de compensación infantil para tratar de equilibrar todo lo que precisamente ignoramos. Es curioso cómo en algún momento de nuestra vida llegamos a entender, de un modo más o menos consciente, que no seremos capaces de saber nada de lo que realmente se cuece. Nos percatamos con bastante claridad de que la existencia humana está hecha para ser tangencial a la verdad, al universo que la acoge, a su historia y, por supuesto, a sí misma. Nos damos cuenta, más o menos dolorosamente, de que hay que renunciar a estar enterados de lo que realmente sucede. Pese a nuestras dilatadas experiencias, nuestras paternidades, las muertes que hemos vivido, pese a nuestro conocimiento de algunos aspectos profesionales, nuestros estudios, nuestros múltiples análisis, descubrimientos, revelaciones místicas, afanes de trascendencia, pese a todo ello y muchas más cosas que podríamos aducir, lo cierto es que nuestra presencia en el cosmos es demasiado breve e insignificante como para poder afirmar que hemos entendido algo. Nadie sabe quién es, nadie conoce a los demás, no entendemos el mundo en el que vivimos y nuestra existencia como seres humanos está compuesta por la inconsciencia de la juventud y la renuncia de la senectud.
Así pues, nos es relativamente fácil ceder al hecho de que somos minúsculos en lo relativo al espacio y el tiempo, sin embargo nos aferramos a la idea de poseer una especie de conocimiento profundo de nuestra existencia, y tratamos a los demás con una más o menos elegante condescendencia. Como si llevásemos un as en la manga, como si todo lo viésemos venir antes, como si ya hubiéramos pasado por ese camino muchas veces, como si viviésemos de memoria. Tan solo a algunas personas muy cercanas les concedemos una percepción de la realidad parecida a la nuestra; tiene que ser así, de lo contrario su desconocimiento de la condición humana solo haría que delatar también el nuestro.
Las personas se relacionan, hablan, se escriben y se leen, intercambian información de forma voluntaria e involuntaria y después cada uno se va para su casa pensando que conoce mejor al otro, que conoce mejor lo que acontece en el mundo, que se conoce mejor a sí mismo, los precedentes y el devenir, que sabe más de qué va la película. Nos regodeamos en esa satisfacción íntima de pensar que los demás no se enteran de nada, que pasean por la hojarasca mientras nosotros hemos profundizado varios estratos más adentro, en el núcleo, en el tuétano de lo esencial. Y tenemos razón, porque lo que llamamos absurdamente "nuestra verdad", luego resulta que transita indefectiblemente por donde transita la verdad absoluta. Como si sirviese de algo pensar humildemente que nuestra visión del mundo es simplemente una de muchas, para luego estar convencido de que, de todas ellas, la nuestra es la única verdadera. Resumiendo: siempre tenemos razón.
Llegado a una edad, más o menos mortificante, uno empieza a charlar con gente que asume, y a veces presume, de saber de lo que habla, de dominar los misterios de la vida. Uno se pasa el día siendo ilustrado por otros seres humanos que exponen sus razones como hechos probados, verdades indeclinables y prácticamente irrefutables. Opinando sobre todo sin dejar de opinar acerca de sí mismos en cada cosa que dicen, porque tener razón respecto a un tema no deja de ser tener razón sobre uno mismo, y así tratar los acontecimientos y a las personas que nos rodean como simples instrumentos para la demostración, justificación y reivindicación del yo: herramientas para la construcción de un ídolo.
Ese es uno de los aspectos más descorazonadores del ser humano, su capacidad para sentirse asombrosamente único e irrepetible, como si en la historia del hombre hubiese algo más que pura repetición. Incluso el que llega a sentirse parte de un todo lo hace como pieza indispensable en vez de simplemente como pieza. Han nacido millones de nuevos dioses en Twitter, se siguen unos a otros, son adalides de una nueva fe basada en ellos mismos, en su propia existencia y el medio que les permite ser followers de sí mismos a través de otros; todos son mitos y miembros de este nuevo sacerdocio, todos son el misterio por lo tanto no hay misterio, y todos se sienten trascendentes en su arrolladora intrascendencia.
Vanagloriamos nuestra mirada, nuestra palabra. Nos arrodillamos ante nosotros mismos, le rendimos pleitesía a nuestra existencia más que a la existencia misma. Creemos en Dios siempre que Dios seamos nosotros, diseñado a nuestra imagen y semejanza. Todos somos celebridades, todos tenemos razón, todos vivimos en el pírrico enaltecimiento que nos brinda una verdad propia, apenas compartida, solamente apacentada. Llenamos la oquedad que deja nuestra incultura con nuestra propia barbarie, simplificamos la vida hasta reducirla a lo que somos capaces de comprender. Nos construimos un paraíso precario a nuestra medida, con la salvedad de que ni siquiera lo hemos edificado nosotros, ni hemos participado en determinar cuál es nuestra medida.
Adoramos y sublimamos nuestras dudas, nuestra salud, nuestras posesiones, nuestra memoria, nuestro país, hasta nuestra ignorancia, hasta que constituyan una filosofía. Al final uno se da cuenta de que ya está, por fin hemos llegado al Olimpo: un mundo lleno de dioses pasando fatigas humanas.

Comentarios


  1. Profundizar sobre un tema tan profundo como este no resulta nunca fácil, pero tal como está explicado me ha abierto un sin fin de matices ciertamente esclarecedores e interesantes. Adelante! Anna

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  2. Ojalá tan alto, ojalá el Olimpo. Me temo, siguiendo con el tema mitológico, que no hemos salido siquiera de la caverna.
    Hermoso Informe, lleno de verdad. Felicidades, Bartlet-Crane.

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  3. Desconocía el pensamiento político de Flaubert. Me ha hecho reflexionar no sólo sobre la democracia sino también sobre si es mejor o peor saber algo sobre los autores cuya literatura lees. ¿ Material para un próximo informe? Gracias por este en cualquier caso.

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    1. Personalmente casi prefiero no saber nada de los autores y de lo que dicen los críticos tampoco demasiado. Me gusta descubrir la obra como tal y por mi misma. Anna

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