Informe 4: El «perialrededor»


Cada vez más, la nuestra es una civilización del alrededor. Ese concepto, tan propio de los filósofos griegos antiguos, de la «cosa en sí» está quedando tan pasado de moda como lo que caracterizaba a gente como Aristóteles, Parménides o Platón. ¿Cómo se llamaba eso que hacían?
Mmm...
Ah, sí, pensar.
Bueno, volviendo al tema que quería tratar. O quizá no. Me estoy dando cuenta al escribir de que también mis informes son una metáfora sobre el alrededor, un continuo dar vueltas sobre lo que supuestamente es el tema principal sin llegar nunca a ello. No pierdan la esperanza, esto no es el infierno.
Hace unos meses leía en un libro que algunos estudios psicológicos demostraban que esa práctica tan irritante de algunas series de televisión y películas que se llama product placement («que te la coloquen» en una versión más castiza) tenía efectos contraproducentes en los espectadores: cuanto más obvio y a la vista estaba lo que se anunciaba dentro de la ficción, más rechazo generaba en el público.
Pues sí, quizá por eso está mal vista la cosa en sí, porque es demasiado evidente, demasiado obvio. Ahora ya no interesa entrar en un bar y tomarse una copa de vino. Para empezar, ya está mal visto un mero bar. Lo que se lleva ahora son los gastrobares. No eres nadie si no tienes un gastrobar. Desconocemos qué mejoras aportan los gastrobares: ¿más gastroenteritis?, ¿bares en forma de estómago?
Bueno, no nos entretengamos, ya estamos en el gastrobar y pedimos una copa de vino porque tenemos ganas de tomar vino. Aaah, qué simples somos. No entendemos que lo importante ya no es la copa, ni tampoco el vino, ni meramente la sed o el deseo de embriagarse (que ya deben de sentir algunos lectores a estas alturas). La clave de todo es vivir la experiencia del vino. Si fuéramos filósofos griegos, diríamos «la vinitud»... Pero en griego, debe de ser «mostopóulos» o algo parecido.
Ah, la experiencia. Qué bonito es este deseo por vivir momentos únicos, intransferibles e irrepetibles. ¿Quién no quiere vivir una experiencia, algo propio e individual? Si no, ya lo sabes, eres un adocenado. ¿Y quién quiere ser un adocenado hoy en día? ¿Los huevos?
Por ejemplo, ya no podemos regalarle a nadie un viaje, una estancia en un hotel o una cena, sino solo experiencias «turísticas» —no, turísticas no, que es cutre—, experiencias «viajeras», eso sí; experiencias «gastronómicas»; experiencias «musicales» en un festival donde vives un momento único e intransferible, aunque haya miles de personas a tu alrededor sintiendo lo mismo.
¿Alguien ha dicho «alrededor»? ¡Ah, sí! Bueno, todo lo anterior parte de una experiencia —¿lo veis como soy un tío con mundo?— que viví el verano pasado. Casualmente, en el pueblo donde me alojaba se celebraba una feria internacional del queso. Un día vi que había una serie de actividades y me acerqué en busca de catas gratis. Cuál fue mi sorpresa cuando vi que las actividades para niños incluían «tatuajes relacionados con el queso (no permanentes)». Lastimosamente, no pude asistir a si convertían a los infantes en pequeños gruyeres o cabrales.
Quiero suponer que la idea detrás de esta genial propuesta era atraer a los niños al mundo del queso como flautistas de Hamelín. Los tatuajes se asocian con el peligro, pero, al no ser permanentes, se convierten en el peligro barato, un concepto tan caro a nuestros días y que podría definirse como «fingir el riesgo y fardar de ello».
Algún carca iluminado de la feria debió de decir que si vendes queso, te interesa que los niños prueben tu producto y no los tatuajes, pero es probable que lo expulsaran a un bar (no a un gastrobar), donde quedó condenado, sin esperanza, a comer únicamente queso manchego, y no productos con leche cruda madurada durante treinta y dos meses en una cueva situada en un antiguo monasterio benedictino-budista de Calatayud la Real.
Creo que la malévola idea que subyace a todo esto es que como ya tienes asegurada la presencia de la gente a la que le gusta el queso, has de buscar maneras de atraer a los que lo detestan, y ¿qué mejor idea para lograr esto que unos tatuajes con temas «quesísticos»? Quiero hacer notar que, si no existía un adjetivo relativo al queso, debía de ser por algo.
Un fenómeno similar sucede con la música. Ya no se venden discos. Ni tampoco mp3 (bueno, la verdad es que nunca se vendieron). Como mucho, la gente paga por tener acceso a Spotify para escuchar música. Sin embargo, se venden más camisetas musicales que nunca. Gente que no ha oído en su vida a Ramones y Nirvana luce con orgullo prendas con su nombre. Los conciertos son más caros que nunca porque en ellos se puede vivir una experiencia que el disco, la grabación, no te permite sentir.
Vamos en busca de algo único, no hecho en serie como los discos, aunque estos eventos sean por lo general exactamente iguales que todos los conciertos realizados antes por el grupo o solista en cuestión, y a pesar de que en algunas ocasiones se les obligue a tocar un disco en el mismo orden de canciones que en el elepé.
La música, el vino, el queso, todo ello está en un segundo plano.
¿Y quién es el culpable de esta filosofía «alrededoresca»? Pues el capitalismo. ¿Y qué quiere el capitalismo? En una sola palabra, y encima corta: más. Sin límite ni mesura. Pues ya si tienes asegurados a la gente que le gusta el queso, el vino, lo que sea, ¿cuál es el objetivo entonces? Contentar a aquellos a los que no le gusta el queso, el vino, a los que lo odian todo. Da igual que acabes despreciando a tu presunto objetivo único, inicial, lo importante es «democratizar» la experiencia para que todos podamos vivirla, aunque sea vicariamente y en forma de tatuaje de roquefort mientras degustamos un mosto (porque no bebemos alcohol) en un gastrobar. Porque siempre habrá un alrededor que colonizar. Y un perialrededor.



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