Informe 5: Los guías del desfiladero


Leo con mis alumnos de latín la obra de Terencio Adelphoe, traducida con el título de Los hermanos. En ella se pone de manifiesto un hecho que a mis jóvenes pupilos les llama poderosamente la atención: que la educación de los hijos nos haya preocupado siempre, y ellos añaden, jocosos, ¿los padres siempre han sido tan pesados?
Tendemos a pensar que en tiempos remotos los padres eran unas personas desnaturalizadas, que no prestaban mayor atención a sus retoños y que dejaban a la buena de dios su formación. Desde luego, es muy probable que en determinados estratos sociales, países y épocas así fuera, pero no es menos cierto que el interés por la docencia, incluso un cierto desvelo por la correcta crianza de los niños, se ha hecho patente a lo largo de los siglos en múltiples obras que tratan las inquietudes pedagógicas de sus autores, y por ende las de sus lectores.
Publio Terencio Afro es junto a Plauto el gran comediógrafo latino, lo diferencia de este su filia helenística y su capacidad para estructurar las obras y dotarlas de cierto contenido y redondez en los personajes. Por ello se ha dicho, de un modo un poco cursi, que si Plauto era el autor de la risotada, Terencio era el de la sonrisa. En Los hermanos, una obra del siglo II a.C., se plantea como eje central un dilema puramente educativo: un hombre de nombre Mición tiene dos hijos y decide donar a uno de ellos al cuidado de su hermano Demea. Mientras que el padre biológico instruye a su hijo en una vida austera en el campo, llena de privaciones, dureza y disciplina, el tío adiestra al sobrino en la más liberal de las condiciones, permitiéndole una vida disoluta y desenfrenada a la sazón de los vicios de la gran ciudad. Tras ese punto de partida, la obra se conduce por los clásicos enredos y confusiones tan del gusto de la época, pero también perfila algunas conclusiones respecto a la justa manera de instruir a los vástagos y la responsabilidad que los padres tienen a la hora de contribuir a la comunidad, obsequiando a esta con ciudadanos honorables o, por el contrario, puros portadores de calamidades.
En Los hermanos Terencio apunta algunos tópicos que aún hoy en día no logramos dar por resueltos. Andamos a vueltas con la disciplina, la manga ancha, los modales, la responsabilidad, la sobreprotección, la castración, la tolerancia a la frustración, el ejemplo, la autogestión, las herramientas, la jerarquía… Nunca tanto se ha hablado del tema, nunca tan ocupados han estado los padres, los colegios y la sociedad en general en cómo afrontar ese reto pedagógico, y da la impresión de que, tras múltiples escuelas, teorías y corrientes educativas que van y vienen, seguimos igual de perdidos que siempre. Y, quizá lo que es peor, no se percibe en el mundo que las nuevas generaciones, los llamados millenials, sean gente que da por superados los traumas y problemillas mentales varios que ha arrastrado cualquier hijo de vecino desde que el hombre es hombre. Tampoco aquellos se me antojan como gente intachable, comprometida y más ética, no parece que el planeta vaya en mejor dirección con su participación, ni parece que la informática y los idiomas estén obrando en ellos el milagro de revertir el desastre que en muchos aspectos les hemos legado. Quizá eso suceda precisamente por ser hijos nuestros y de nuestra política educativa, quién sabe.
Son innumerables los factores que influyen en la educación de una persona, contando claro con el azar azaroso y la propia genética, que ya nos proporciona una tierra concreta en la que sembrar. Sin embargo, creo que jamás en la historia la presión social sobre los padres había sido tan fuerte como en nuestros días, y eso, evidentemente, condiciona la manera de educar y activa unos mecanismos que, por fuerza, constituye un modus operandi propio del siglo XXI, una manera de entender la educación ad hoc.
A mi modo de ver, la coacción brutal ejercida sobre los padres tiene que ver con algunos de los males de nuestro tiempo, como por ejemplo, la incapacidad para disociar la realidad del deseo, la necesidad impuesta de tener que ser un triunfador según unos cánones establecidos por el establishment, y la exigencia, a veces patológica, de exhibir impúdicamente nuestra supuesta felicidad. La crianza de los hijos ha dejado de ser una experiencia privada, individual e íntima para convertirse en una especie de tour de force social, una suerte de concurso televisado para demostrarle a nuestros amigos, vecinos y familiares que somos capaces de hacerlo y de hacerlo con resultados satisfactorios. No en vano, cualquiera que hoy sea padre ha podido percibir cómo se genera una especie de competición, a todas luces malsana, por conseguir que tu hijo destaque de algún modo por encima de los demás, como si en vez de niños tuviéramos caballos de carreras.
Observamos cómo los padres no consiguen aceptar a los hijos que tienen y los comparan con las recreaciones mentales que se han hecho de ellos; ningún niño puede competir con lo que su padre desearía que fuese, simplemente porque los padres para sus hijos lo desean todo. A esa especie de niño modélico contribuyen muy negativamente los medios, que no paran de aplastar la escasa resistencia que la gente tiene ante las ideas que el sistema trata de inocularles. La publicidad juega con el miedo y la angustia de unos padres que dudan constantemente sobre si lo están haciendo bien o no: ¿Deberíamos llevarle más al campo? ¿Darle más vitaminas? ¿Comprarle ese producto que todos los otros niños tienen? ¿Debería ser ya vegetariano? ¿Ver menos la tablet? ¿Aprender chino? ¿Ir de campamentos? ¿Hacer yoga? ¿Ir al psicólogo? ¿Hacer bailes regionales vestido de Pocoyó? La imagen de ese niño en blanco y negro, cansado y triste porque no toma suficiente actimel, qué vergüenza, qué grave me parece, ¿no quieres lo mejor para él? ¿De verdad todavía no le has comprado…? ¿No le has llevado a….? ¿No tiene un…? ¿En serio no conocéis el…? Es fantástico para ellos, Pablito ya lo usa desde hace un año y estamos encantados.
Una de las cosas más aterradoras que vemos en la educación actual es que ese miedo de los padres a no ser lo suficientemente competentes, felices y triunfadores, se proyecta exponencialmente en la imagen que quieren dar de sus hijos. Un niño no es una idealización de las filias y fobias de su padre, es simplemente una persona. Esa sensación de hoja en blanco que transmite un hijo es malinterpretada por los padres como su oportunidad para reescribir retazos de lo que consideran defectuoso o carente en sí mismos o, peor todavía, lo que les han hecho creer que está mal. La incapacidad de la gente para ser singulares, tener ideas propias y construirse una personalidad se hace patente en la necesidad de explicarse a sí mismos y a los demás a través de su coche, de su ropa, de su pareja y al fin de su hijo. Los niños no son muñecos para que la gente vea la ropa que a ti te gusta o la que puedes pagar, no son paneles publicitarios para que tú puedas expresarte, no hace falta que la gente sepa qué grupo de música te gusta viendo la camiseta que lleva puesta el niño. No es necesario que hoy, en Catalunya, miles de niños vayan al colegio con las chapas, camisetas, pañuelos o zapatillas que expresan las ideas políticas de sus padres. Cómo me horroriza ver a niños de cinco años en las manifestaciones, sean del signo que sean, gritar consignas, alzar banderas y chillar eslóganes que lógicamente no entienden, ni tienen la capacidad de discernir como buenos o malos. Me aterra ver en esos niños a los herederos del odio que sus padres sienten hacia eso o aquello; para mí tal cosa no es educar, es solo proyectarte a ti mismo en un niño indefenso y crear clones depositarios de tus anhelos, temores y zonas más oscuras.

Ser padre es posiblemente una de los retos más difíciles a los que un hombre o una mujer se pueden enfrentar en su vida, pero cabe decir algo: no hay ninguna necesidad de ser padre, no es una obligación, uno lo hace porque le da la gana y una vez la suerte está echada hay que asumir las consecuencias. Cada persona lo hace como puede, como sabe y como le dejan, no hay demasiadas reglas que valgan para todo el mundo, la gente debe buscarse la vida e inventarse como padres, incluso a veces reinventarse como personas, y eso es duro, nadie lo niega. Sin embargo, es imprescindible tratar de recordar que la paternidad y la maternidad es algo que el ser humano lleva haciendo desde el principio, en condiciones mucho más adversas y complejas que las nuestras. No hace falta remontarse a la Roma republicana de Terencio, a la Edad Media o a la Revolución Industrial; hoy en día en muchos lugares del mundo hay gente en entornos de guerra, de hambre y de precariedad a todos los niveles que consigue educar a sus hijos. Nuestros abuelos lo hicieron, también nuestros padres, ¿vamos nosotros a considerarnos héroes ahora?
En Los hermanos, Terencio, que había sido un niño esclavo traído de África, pone sobre la mesa un dilema pedagógico que interesó y ocupó al público romano de su tiempo. Nadie mejor que el autor del teatro de la sonrisa supo de la importancia de la educación, pues fue la instrucción que recibió de su amo la que lo condujo a descubrir su talento, a ganar su libertad y a deleitar a sus contemporáneos con su arte. El termino educar proviene del verbo latino duco, que significa «guiar, conducir, llevar a alguien a algún sitio». A mí me gusta recordar esa definición porque es muy literal: los padres acompañamos a nuestros hijos por caminos por los que nosotros pasamos antes; a veces, con suerte, les podemos iluminar algunos tramos, pero la realidad es que ese desfiladero lo van a recorrer solos y lo único que tendrán de nosotros será nuestro ejemplo. Así pues, puede que la mejor manera de educar sea tratar de ser hombres libres, valientes y honrados, que hicieron lo que creyeron justo y no sucumbieron a la desazón de su tiempo por consumir, presumir, competir y no pensar.

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