Informe 11: Me Too


Siempre me ha llamado la atención que al arte moderno haya que llamarlo moderno para que la gente entienda que es arte. Mala cosa cuando se necesitan muchas explicaciones, epítetos aclaradores y exégesis sesudas para que a una manifestación artística se le adivine tal naturaleza, un propósito estético o, al menos, alguna gracia por la que merezca ser contemplada.
Todo el mundo sabe que a finales del xix las vanguardias incendiaron Europa, y luego el mundo entero, dando un espectacular viraje a la propia concepción del hecho artístico y su constructo, un giro tragicómico que resultaría tan irremediable como seguramente necesario, quién sabe. En prácticamente treinta años de efervescencia creativa se subvirtió no solamente la figura del creador sino también la manera de mirar; es decir, se propuso la invención de un público distinto. Se abandonó pues la figura de un demiurgo que, por muy instalado que se encontrase en la atalaya de marfil, no dejaba de ser un servidor del gusto imperante (hallaríamos sin duda las excepciones de rigor) para dar paso al creador ultrarromántico, metamorfoseado en vanguardista. Este impone una transitividad, un encontrarse a medio camino con la audiencia, un exigir del que observa que aporte parte, a veces todo, de lo que el objeto artístico, venido de icono a símbolo, promete. Mala cosa también cuando la calidad del arte depende del esfuerzo que haga la gente por comprenderlo.
He comenzado el párrafo anterior con unas palabras que son necesariamente inexactas: «Todo el mundo sabe…» y es evidente que nada es más optimista. No todo el mundo sabe, ni reconoce, ni mucho menos ha estudiado las vanguardias, verbigracia gran cantidad de artistas del siglo xxi que tratan como novedosas ideas de hace más de cien años, otras veces, aún peor, pretenden innovar (¡qué necesidad!) empleando ocurrencias de hace más de dos mil. Que alguien de tanto en tanto consiga epatar de nuevo a los burgueses solo demuestra lo rematadamente necia que se ha revelado dicha clase social en los dos últimos siglos; lástima que ese tipo de ciudadano adicto a los clichés y reduccionismos culturales, con una visión bastante pobre, politizada, materialista y mediática de la estética, se haya convertido en modelo aspiracional y sinónimo de triunfo.
Hace unos meses, Tisha Hill, una niña afroamericana de nueve años, estudiante del colegio Harvey Milk Civil Rights Academy, protagonizó un incidente que trascendió a los medios de comunicación nacionales en Estados Unidos. En una excursión escolar al Museo de Arte Moderno de San Francisco (SFMOMA), la pequeña Tisha se quedó mirando fijamente una obra del artista Jacob Miller titulada Me too. El concepto era sencillo, se trataba de un zapato de mujer con el tacón de aguja roto. La niña se quedó absorta, con la mirada perdida y los brazos caídos, observando la pieza sin decir una palabra. Tanta densidad y embelesamiento llamaron la atención de una de las maestras acompañantes, que se acercó a interesarse por la muchacha. De pronto, por la mejilla encendida de Tisha rodó una lágrima oronda, luego otra y casi como llegado desde un continente mágico y perdido de sus recuerdos, asomó un llanto exuberante que estalló en el suelo y en su vestido, como el reguero que sigue goteando desde los tejados tras una tormenta ya pasada. La maestra, con cara de circunstancias, se arrodilló ante la niña, que sollozaba, desconsolada, sin apartar la mirada fija en el zapato, y la agarró por los hombros suavemente. Trató de musitar algunas palabras que reconciliasen a la pequeña con el momento presente, pero la niña siguió obstinada en su gimoteo entrecortado, le temblaba todo el cuerpo. Al fin, tras varios minutos de agitación en la sala, la maestra consiguió que Tisha hundiera en su pecho su carita incandescente y se fundiera con ella en un abrazo que solo permitió ver de la niña sus trencitas atadas con abalorios de colores. Justo entonces, un hombre con chaqueta de ante marrón se acercó a la escena y le preguntó a la maestra si iba todo bien; esta, aún con la cría entre los brazos, asintió agradecida y dijo sin emitir sonido, solo para que le pudieran leer los labios: «Han pasado mucho».
El hombre que se interesaba tan gentilmente era Jeff Moreno, periodista de cultura del San Francisco Chronicle, y solo unos segundos antes había hecho una fotografía con su teléfono móvil que desataría un debate en todo el país: en ella se veía a una niña afroamericana llorando frente a la mirada compasiva de su maestra de raza blanca y al fondo la obra de Jacob Miller, Me too, el zapato roto. En el artículo que se publicó semanas después se detallaban minuciosamente los pormenores del asunto. No fue difícil, tras una investigación periodística exhaustiva, dar con el nombre de la niña y el de su mamá LeDonna Hill, una madre coraje que había conseguido salir adelante tras un episodio de malos tratos por parte de su expareja, un varón blanco de treinta y cuatro años llamado Michael H. Perry, actualmente en prisión por robo y posesión de drogas. La noticia y la foto causaron impacto, y luego vino un reportaje más extenso que se hizo viral en internet hasta dar el salto a la prensa nacional y las televisiones de todo Estados Unidos.
Tan solo unos meses atrás Jacob Miller era un artista desconocido para el gran público que trabajaba de diseñador gráfico para un magazine cultural. Había colocado varias obras en distintas exposiciones y trataba de hacerse un nombre en los cenáculos del arte contemporáneo de la bahía, un panorama cultural bastante cerrado y complejo en el que llegados a un punto era difícil progresar, de modo que se sentía un poco estancado. Miller, hijo de un abogado de cierto renombre en la ciudad y una ama de casa dedicada al activismo por los derechos de los animales, se había licenciado en Bellas Artes y estaba casado con Miranda Long, directiva de la inmobiliaria Long Group, una empresa familiar con varias sedes repartidas por todo el estado de California. Una mañana de domingo, en plena crisis creativa y existencial, Jacob paseaba en pijama por su casa sin nada que hacer mientras su esposa se preparaba para salir a tomar el brunch con unas amigas. Él entró en el vestidor de Miranda y le observó mientras se arreglaba, ella le echó un vistazo y suspiró. La noche anterior habían tenido otra discusión sobre si tener un hijo o no; él había aducido que su carrera como artista estaba en un impasse decisivo, que no era buen momento, que necesitaba estabilidad emocional, tiempo para crear, para reinventarse, para pensarse a sí mismo como a una obra de arte: necesitaba pasar un parto en el que él mismo se diera luz y renaciese. Sin embargo, todas sus explicaciones habían topado con el silencio de su mujer, que se había metido en la cama y apagado la luz. Por la mañana había seguido la guerra fría y ahora, antes de que Miranda saliera a la calle, a Jacob le estaba invadiendo una especie de furia que no era capaz de definir, ni siquiera de justificar. Entró en el vestidor y, tras unos minutos merodeando, se le crisparon los puños y se le aceleró el corazón; le irritaba ese silencio, esa condescendencia. Entonces agarró un bolso de encima de una butaca y, mientras su mujer se ponía los pendientes, lo estrujó muy fuerte, pero enseguida vio que era el Hermès vintage con el que ella iba a salir de casa. En ese momento, por algún motivo absurdo, Jacob se dirigió como poseído al cajón de los zapatos viejos, sacó uno con tacón de aguja, gritó «¡¡¡miraaaaa!!!» y lo rompió con cara de loco ante la mirada atónita de su pareja. Ella levantó los brazos y extendió las palmas de las manos como si quisiera comprobar si iba a llover y lo miró de aquella manera, aquella mirada de incomprensión/exasperación que ponen los padres cuando ven a sus hijos derramar por enésima vez el vaso de leche. A Jacob se le extinguió la cólera y el denuedo de golpe, intentó en su cabeza encontrar un relato favorable y finalmente dijo: «Es para una obra que voy a exponer». Miranda se puso la chaqueta en un movimiento voladizo y él añadió con el poco aplomo que le quedaba: «Lo he cogido del cajón de los zapatos viejos…». Ella se plantó a pocos centímetros de su cara con una expresión que Jacob jamás hubiera querido ver. «Son unos Manolos de la temporada pasada, pero siguen costando ochocientos pavos». Él bajó la mirada con el zapato roto aún en la mano. «Esto empieza a ser insostenible», fue lo último que dijo la mujer antes de salir por la puerta, y para Miller fue como una puñalada por la espalda.
Aquella mañana, en un exclusivo restaurante del centro, Miranda Long relató lo sucedido a sus amigas y se le escaparon varias lágrimas, no entendía por qué su marido se empeñaba en comportarse como un adolescente, como un perdedor. Una de las mujeres que se sentaba a su lado le comentó que vigilase, que esa actitud de romperle cosas estaba al límite del maltrato, al menos psicológico.
Unos meses después, Miller recibió una llamada de su agente diciéndole que estaban de enhorabuena, pues le habían elegido para participar en una exposición colectiva de varios artistas locales en una sala del MOMA de San Francisco; debía presentar algo ya, en un par de semanas. Jacob colgó el teléfono y miró la televisión sin volumen, donde aparecía la imagen congelada de Harvey Weinstein y un presentador hablaba con cara compungida. Tiró el teléfono inalámbrico al sofá, corrió hasta su cuarto, se tumbó en el suelo y sacó de debajo la cama una caja de zapatos con un solo zapato dentro: allí estaba, después de todo podría demostrar que no estaba loco, aquello iba a ser una obra de arte.
Hace años Woody Allen dijo una frase que luego ha resultado ser una de esas sentencias célebres, de esas máximas que mucha gente repite: «La comedia es tragedia más tiempo». No parece que ese aforismo convenza mucho a Dylan Farrow, la hija adoptiva del cineasta, que a sus treinta y dos años lo acusa de abusos cuando ella tenía siete. Y es que hay cosas que por mucho tiempo que pase no se convierten en divertidas, y lo que era trágico, con el paso del tiempo y la perspectiva, toma tintes todavía más siniestros. También sucede lo contrario; cuando en 1917, en plena guerra mundial, Marcel Duchamp intentó exponer en Nueva York un urinario, se armó un escándalo. Hubo un debate sobre los límites del arte y Duchamp pudo reírse a gusto de aquella barahúnda, una broma con fundamento, pero al fin y al cabo una broma. Sin embargo, la comedia más tiempo puede convertirse en tragedia y lo que entonces fue una sagaz y controvertida travesura, hoy nos resultaría cargante y manido hasta el extremo. Así el arte moderno (no excluyamos ninguna disciplina, desde la literatura hasta la música) repite en formato digital chanzas y chuflas pretéritas como si fuesen de rabiosa actualidad; peor todavía, reanudan piruetas dadaístas tomadas como una cosa muy seria, observadas con circunspecto detenimiento.
Oprah Winfrey, popularísima presentadora, actriz y productora, que extrañamente nunca tuvo ni la más mínima sospecha de cómo era su antiguo amigo Harvey Weinstein, decidió volver a los ruedos y hacer un especial televisivo entrevistando a LeDonna y Tisha Hill. Primero, la madre contó su espantosa historia al lado de su exmarido, los maltratos con pelos y señales y, ante la mirada compasiva de Oprah, relató cómo una de las torturas a las que el tipo la sometía era romperle los zapatos para que tuviera que salir descalza a la calle, de ahí se explicaba la reacción de su hija ante la obra de Miller. La parte sobrecogedora de la interviú se zanjó con un abrazo entre madre, hija y presentadora que fue tremendamente aplaudido y jaleado por la audiencia, con llantos y emoción a raudales. Luego, Oprah, con un olfato para el espectáculo que ya quisieran los cerdos para las trufas, se centró en Tisha, que resultó ser un amor de niña llena de ocurrencias. Con su amplia sonrisa, sus trencitas, su mirada limpia, resultaba la encarnación de la idea de que cualquiera puede salir adelante en América, por horrible que haya sido su realidad. La niña tuvo varias salidas tan espontáneas y divertidas que muchos vieron cómo acababa de nacer una estrella en directo. Incluso se empezó a rumorear que esa misma cadena televisiva, en horas bajas por culpa de que uno de sus presentadores había sido acusado de abusos a sus compañeras de trabajo, ya la había fichado para aparecer en un programa semanal. Aún hirvieron más las redes sociales cuando alguien afirmó en Twitter que Tisha iba a aparecer en la tercera temporada de Stranger Things. Netflix no se ha pronunciado al respecto ni para confirmar ni para negar tal información.
El acontecimiento artístico que supuso Me too pilló por sorpresa a las revistas especializadas y a los foros. Con cierta sensación de ir con el pie cambiado, los especialistas valoraron de manera dispar la obra; Miller era un desconocido fuera de San Francisco y las reacciones fueron cautelosas. Aunque algunos se apresuraron a llamarlo el nuevo Banksy y otros lo tildaron de oportunista, nadie supo en realidad qué decir, aunque evidentemente todos emitieron opiniones sin parar. El reportero del momento, Jeff Moreno (¿posible nominado al Pulitzer?), entró como un caballo siciliano en el debate diciendo que, si bien se miraba, la obra de arte era su foto, pues en ella estaba la auténtica tensión trágica del instante, y era en la foto y no en la pieza de Miller donde aparecían todos los actores discursivos que le daban sentido a la escena. En cambio, las asociaciones en defensa del menor (Love Our Children USA) no veían nada claro el tema, y hasta la Asociación en Defensa de los Valores Éticos del Periodismo (EVJDA) hizo un comunicado no elogioso de la fotografía y el tratamiento amarillista que había recibido la historia por parte del Chronicle. Estas voces críticas con Jeff Moreno levantaron inmediatamente la indignación del colectivo hispano. El National Council of La Raza (NCLR) hizo un comunicado incendiario en defensa de Moreno y Lou Correa, congresista demócrata por California (distrito 46), se mostró indignado ante lo que calificó como «un ataque bien dirigido», añadiendo que «cada vez que un hombre o una mujer de origen hispano tratan de alcanzar una posición de poder o influencia, los poderes fácticos caen sobre él o ella sin misericordia». La cosa se calentó cuando la nueva Secretaria de Educación de la administración Trump, Betsy DeVos, fue preguntada por el tema en una charla coloquio en la UDC (University of Denver-Colorado) y declaró que «esa foto solo revela el buen trabajo que los docentes hacen en América con los problemas actuales, que Dios les bendiga». Las reacciones no se hicieron esperar, y el Partido Demócrata en pleno cargó contra DeVos por adueñarse del trabajo de los profesores de la escuela pública que, paradójicamente, ella misma trataba de desmantelar. Pero el rechazo más virulento vino de la comunidad afroamericana: la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) puso el grito en el cielo argumentando que era inadmisible que la Secretaria de Educación se refiriese a la gente de color como «los problemas actuales». Mark Zuckerberg, creador de Facebook, comentó que en el vecindario vecino de Silicon Valley no suelen usar la palabra «problema», sino que prefieren el término «reto», el cual aplicado a este caso no deja de ser vocablo delicado. La activista, escritora y profesora en Princeton Keeanga-Yamahtta Taylor escribió un artículo en el New Yorker argumentando que debemos dejar de ver el maltrato de un hombre blanco a una mujer negra simplemente como violencia de género, pues según ella «hay un problema de educación más profundo en cómo se les enseña a los hombres blancos a mirar a las mujeres negras». El ensayista Darryl Pinckney adujo en un debate en la CNN que «no deja de ser increíble que la única lectura que saquen los blancos de este triste suceso sea la suerte que tienen nuestros hijos de contar con una maestra blanca. No creo que la educación pública en Estados Unidos haya hecho nada tan remarcable por nuestra gente, en cualquier caso no hay que agradecerles nada, ni inclinarnos: es nuestro derecho que se atienda a Tisha Hill como a cualquier otro estudiante». Incluso el retirado Jesse Jackson se asomó a la palestra y, a la salida de la iglesia, declaró que había rezado por LeDonna y su hija, otra víctima de un sistema que olvida y discrimina a los hermanos y luego aplaude satisfecha y condescendiente cualquier acto hipócrita, de simple y vergonzosa caridad.
El colegio de Tisha, Harvey Milk Civil Rights Academy, se sumó a la polémica e hizo un comunicado diciendo que se sentían obligados a levantar la voz en defensa de Maggie Ann Portman, la maestra de Tisha. Según ellos se estaba atacando a una persona íntegra, con más de veinte años de experiencia ayudando y educando a los niños con amor y profesionalidad. La profesora no había dicho ni una palabra al respecto y trataba de mantenerse al margen de polémicas y del ruido mediático general. Había rechazado conceder entrevistas y salir en ningún medio, lo cual excitó a la prensa y a las redes sociales, que empezaron a especular sobre la misteriosa figura de Maggie Ann. No tardaron en hacerse virales algunas especulaciones sobre la tendencia sexual de la maestra; por los visto había en internet quien creía que los docentes del Harvey Milk debían, por contrato, ser gays o muy simpatizantes de la causa. Al cabo de unos días el marido Maggie Ann, un hombre de color de cincuenta y dos años llamado Lucius Monroe, declaró visiblemente alterado y afectado que su esposa era heterosexual y que si no habían tenido hijos era por motivos personales que a nadie le importaban. Una semana después apareció una foto en Instagram de la señora Portman en un concierto de Grateful Dead besándose en la boca con otra chica en 1980, en su época universitaria. Se armó un gran revuelo y la Asociación de Madres de América (MAA), sumada a varias organizaciones religiosas, empezó a interesarse por el tema. Les preocupaba el adoctrinamiento sexual en la escuela y empezaron a hacerse preguntas: «¿Conocemos realmente quién son las personas que cuidan de nuestros hijos? ¿Hay un verdadero control sobre ellas? ¿Qué exámenes pasan para ser docentes?». La campaña comenzó con el hashtag #knowwhotheyare y enseguida encontró aliados y simpatizantes en la política republicana, entre ellos Ted Cruz y Jeb Bush. En las redes las gentes de bien se preguntaban por si esa actitud cariñosa de la maestra con Tisha debía preocupar o no. Muchos, por el bien de la menor y desde el anonimato, exigían que se aclarasen los sentimientos de Maggie Ann y sus intenciones con ese abrazo ¿tenían realmente los maestros en los colegios potestad para el contacto físico? ¿Bajo qué circunstancias y de qué manera? El exsenador demócrata Al Franken salió en el programa del cómico Bill Maher e hizo una defensa encendida de la maestra, preguntándose cómo era posible que a la derecha americana le preocupase tanto si un profesor era gay mientras parecía traerles sin cuidado que un chico pudiera meter una metralleta automática en la escuela. Evidentemente, la Asociación Nacional del Rifle (NRA) se rasgó las vestiduras. Al Franken tuvo que dimitir semanas después por hacerse una foto haciendo ver que le tocaba los pechos a la modelo Leeann Tweeden.
Jacob Miller salió a correr como cada mañana, hacía meses que no se sentía demasiado pletórico y su sesión de running no duró demasiado. Regresó a casa andando y se metió en la ducha, tras haber comprado por el camino un pan de centeno negro integral y un zumo orgánico de papaya para el desayuno. A decir verdad, tenía un par de cosas atrasadas del trabajo y, no lo negaba, en parte era por su vicio a la consola. Se sentó en la mesa del salón dispuesto a desayunar frente a los grandes ventanales mirando al mar. Entonces chequeó el teléfono por primera vez en el día y quedó desconcertado: tenía ochenta mensajes y dieciocho llamadas perdidas, y no eran ni las nueve.
Las semanas posteriores a la publicación de la foto su vida se puso patas arriba, le requerían de los medios continuamente y era invitado a eventos sociales sin parar. Dio entrevistas y le hicieron reportajes en todas las publicaciones de arte y diseño del estado de California y algunas de ámbito nacional. Fue a programas de televisión y tuvo que actualizar a toda prisa su blog, que aumentó exponencialmente en número de visitas. A veces le costaba explicar lo que sentía y lo que su mente imaginaba que era el arte; nunca le había gustado mucho leer y tenía problemas para teorizar sobre su manera inconfundible de ver el arte y la realidad que lo inspira. En algún momento de quietud llegó a preguntarse si de veras era un genio; no lo tenía claro, pero siempre había sabido que había algo especial en él, aunque también se decía que el éxito no tenía por qué cambiarle, que eso no debía sucederle. Miranda recibió con asombro y admiración todo el asunto, estaba encantada y de muy buen humor, en el brunch del domingo con sus amigas presumió de su agitada agenda y de lo apasionante e intensa que era la convivencia con Jacob, si bien no era fácil relacionarse con una mente creativa como la de su marido. Una de sus amigas le contó que lo mismo le sucedió a las mujeres de Picasso y le recomendó la película de Anthony Hopkins de la cual no recordaba el título, pero que era muy buena y tenía que verla. Miranda suspiró y ante la mirada risueña de sus amigas, confesó: «Supongo que a veces me ha costado entenderle».
El agente de Miller no paraba de hablarle de la revalorización constante de Me too. Aquel zapato roto estaba valorado ya en más de cincuenta mil dólares y no paraba de recibir ofertas de coleccionistas privados; alguno había hablado, sin concretar, de un cheque en blanco. El alcalde de San Francisco, Ed Lee, declaró que se sentía muy satisfecho de contar con artistas de la talla de Jacob Miller y añadió que aunque no era un experto en arte, el zapato de representaba un símbolo de liberación, una libertad que estaba en la gente de San Francisco y en su mirada talentosa y abierta, así pues era una obra que trascendía a un solo hombre, era el zapato de la ciudad y tenía grandes planes para él. El alcalde Lee murió un par de meses después de un ataque al corazón.
Algo que dejó atónito a propios y extraños, y sobre todo al propio Miller, fue el vídeo que Stephen Curry, la fulgurante estrella de los Golden State Warriors, colgó en Facebook. Curry, nombrado varias veces mejor jugador de la NBA e ídolo en la franquicia de la bahía, aparecía sonriente y mascando chicle mientras despegaba la suela de una de sus zapatillas deportivas, luego se ponía serio y decía mirando a la cámara con sus alegres ojillos azules: «Me Too for Women». Las redes sociales simplemente estallaron, y tras Curry otros deportistas y todo tipo de celebrities salieron rompiendo calzado y diciendo la frasecita de marras. Miller dudaba sobre si el hecho de imitar la mala conducta del agresor y romper el zapato era muy apropiado, pero a esas alturas el fenómeno resultaba ya tan imparable como impredecible. Como ejemplo, el periódico USA Today publicó una chocante entrevista a Michael H. Perry, padre de Tisha, quien, desde su celda en el penal estatal de Folsom, venía a decir algo que, en una versión a la española, sonaría como que el autor intelectual de Me too no estaba «ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas».
Una tarde de domingo el agente de Miller, Stanley Dunn, se presentó en su casa para contarle un hecho según él extraordinario. Jacob había recibido un par de ofertas de representación de agencias importantes, pero le gustaba que su agente fuera alguien al que conocía desde hacía años, le hacía sentirse seguro, y hasta ahora no había detectado que Stanley estuviera sobrepasado por la situación. El tema era que una productora muy potente quería comprar la imagen de Me too para usarla como cartel de un musical en Broadway de título homónimo. Le habían dicho, off the record, que era posible que los protagonistas fuesen Solange Knowles y Hugh Jackman. No estaba claro que la historia tuviese que ver con la de la familia Hill, pero podía estar ligeramente inspirada. La oferta era muy considerable y, lógicamente, no había motivo para no aceptarla. Sin embargo, había algo que tenía atribulado al artista: le estaban pidiendo más obra en varias galerías y, con tanto trajín, no estaba teniendo tiempo para pensar. No quería dar nada antiguo, le parecía que sus piezas anteriores pertenecían a un creador distinto, menos consciente de sí mismo, menos revelado. Había pasado un par de tardes concentrado en su nuevo estudio, una nave industrial de las afueras donde pensaba desarrollar un cosmos casi teatral, un lugar que fuera una puesta en escena y una obra de arte en sí mismo, trabajar en el arte desde la ficción de un espacio que fuera para él tan irreal como un sueño, suyo y ajeno a la vez. Una mañana, mientras Miranda se arreglaba, se acercó al vestidor y anduvo manoseando sus cosas, ella lo miró arqueando las cejas y le dijo «no pensarás romper nada otra vez, ¿no?» y luego se rio como si la simple idea le pareciese lo más vulgar que se podía imaginar. Jacob sonrió sin decir nada y dio media vuelta contrariado, empezaba a sentir cierto agobio.
Una noche, Stephen Colbert entrevistó en el prime time de su late show a la novelista canadiense Margaret Atwood. Aprovechó para preguntarle sobre todo por su maravillosa novela El cuento de la criada, una distopía feminista y libertaria que imagina un futuro funesto no solo para las mujeres, sino para cualquier persona con algún mínimo valor moral. La obra, publicada en 1985, se había revitalizado tras su adaptación a serie televisiva; la exitosa cadena HBO había realizado un magnífico trabajo y, en ese momento, era firme candidata a llevarse varios premios Emmy (al final fueron cinco). Atwood, de setenta y ocho años y eterna candidata al premio Nobel, fue preguntada por la situación de las mujeres y en un momento dado, Colbert le enseñó una imagen de la obra de Miller. «Hace unas semanas que no se habla de otra cosa, ¿tú qué opinas?» La escritora, sin darle demasiada importancia, sonrió y dijo: «Si yo tuviera un zapato de mil dólares no lo rompería, creo que hay muchas mujeres en Estados Unidos que no ganan tanto a fin de mes, por ello me parece que lo mejor es no comprárselos siquiera». La enésima tormenta estalló en internet y todas sus redes, muchos dijeron que quién era esa vieja para juzgar a nadie, que les gustaría ver la casa donde vivía y su cuenta corriente, que se volviese a Canadá a jugar a hockey o, directamente, que se muriese y cosas así. No obstante, aparecieron otras voces hablando de lo obsceno de poseer unos Manolo Blahnik, y, peor aún, romperlos para hacer arte; se habló de hipocresía, de clasismo, de injusticia, del hambre en el mundo, de la perversión del capitalismo… Alguien dijo, no se sabe quién, ni quién se lo había dicho, ni si era verdad, que a Miller le iban a pagar un millón de dólares por el zapato roto, de modo que iban a hacer millonario a alguien que se podía permitir el lujo de romper un zapato de mil dólares. También se filtró la noticia en internet de que para hacer Me too Miller había tenido que romper casi una docena de Manolos, así se las gastaban los pijos progres de la costa Oeste.
La cosa se estaba yendo de madre. Miller, que había tenido que ver el vídeo del programa de Colbert cinco veces para entender qué había pasado, no salía de su asombro. Manolo Blahnik no había querido hacer declaraciones y Miranda decía que la miraban raro en todas partes, en el gimnasio, en los restaurantes, hasta en el trabajo parecía recibir vistazos furtivos a sus pies. La actriz Gwyneth Paltrow escribió en su blog que unos Manolos valían cada céntimo que alguien pagase por ellos, que estaban hechos a mano por personas bien remuneradas y con contrato, y que a ver si podían decir lo mismo las empresas que hacían zapatillas de setenta dólares. Una exconcursante de la última edición de Big Brother (reality producido por la misma empresa que iba a meter dinero en el musical Me too) sentenció sin rubor en un tuit que si todo el mundo tuviera unos Manolos se terminaría el trabajo infantil en el Tercer Mundo, a lo que otro exconcursante del programa de talentos musicales The Voice respondió con otro tuit alertando de que tal cosa dispararía el desempleo en África. Un viñetista del New Yorker resumió la situación en un dibujo donde un grupo de mujeres africanas desfilaban con sus Manolos y una decía: «Mi hijo en casa sin hacer nada y yo a por agua con los pies destrozados», y otra le respondía: «Dicen que valen mucho pero yo no consigo venderlos». A su lado se veía un cartel con un pozo y una señal de ocho kilómetros. Por esas mismas fechas, la crítica de arte del New York Times, Roberta Smith, escribió que Me too era «una birria muy interesante» y desarrolló su artículo aduciendo que Miller había conseguido crear una instalación a nivel planetario, había convertido la opinión pública, los medios y las redes sociales en su lienzo. «Ya puede estarnos agradecidos, cada vez que mencionamos esa cutrada de zapato lo convertimos un poco más en un genio sin serlo. El mundo moderno es así, Joe DiMaggio bateaba una bola y nosotros lo convertimos en una manera de vivir, en una religión, hasta le buscamos una novia muy rubia y explosiva.»
Miller empezó a tomar tranquilizantes y a encerrarse en su estudio sin querer recibir a nadie. Un día pensó que si se suicidaba sería como Andy Warhol, aunque luego recordó que Warhol no se había suicidado y, más importante todavía, que él no quería morirse. Los del musical llamaron para decirle que la idea quedaba congelada y que ya le dirían algo. Entonces pensó en que debería vender como fuese la obra, deshacerse de ella cuanto antes y soltar lastre. Sentía que era ya pasado y que le estaba frenando, como si no le permitiera abrirse paso, como si fuera una puerta que una vez abierta hubiese que volver a abrir y así sucesivamente. Le expuso su idea a Stanley, y su agente se atusó la barba pensativo y dijo: «¿Y si donas el dinero a una asociación?». La palabra «donar» retumbó en la cabeza de Jacob unos segundos, se imaginó a sí mismo en un acto público con uno de esos cheques enormes de cartón entre las manos y un montón de personas sonrientes a su lado; se imaginó los titulares, los tuits, su altruismo, su modestia… y le gustó. Miranda no estuvo de acuerdo al principio, pero accedió pensando que ya llegaría el dinero con la siguiente obra de su marido, que tal vez estuviera a punto de entrar en su etapa azul.
La culminación y éxtasis de la gira americana de Me too se produjo, como no podía ser de otro modo, en la Casa Blanca. El vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, fue preguntado al respecto antes de subir a un avión en el aeropuerto de Phoenix, y sus palabras textuales dejaron estupefactos a los periodistas allí presentes: «Respecto a esto tengo que decir que en cuestiones de arte soy más clásico; sin embargo, sí entiendo que una mujer que se pone ese tacón sabe que eso puede pasar, muchas gracias». Puso su mejor sonrisa, saludó con la mano y embarcó tan feliz. Una tormenta cayó esa tarde sobre Washington y las peticiones de dimisión llegaron desde tantas facciones y ángulos políticos que se ahogaban entre ellas. ¿Era posible que hubiera dicho que si te calzas ese tacón te mereces una paliza? Conociendo a Pence era bastante probable que se estuviera refiriendo a que, con un tacón de aguja de tantos centímetros, la usuaria se expone a que se rompa. Así lo explicó con aire indignado la portavoz de la Casa Blanca Sarah Huckabee, que tildó de viles e infames las interpretaciones malévolas que algunos medios de comunicación habían hecho de las palabras del vicepresidente. Donald Trump dijo, un poco sin saber de qué le preguntaban y en pleno viaje a China, que todo eran noticias falsas y que «todo el mundo sabe que Mike es un hombre virtuoso, especialmente con las mujeres». Unas semanas después salió a la luz que la actriz porno Stormy Daniels había recibido 130.000 dólares para que silenciase su relación con Donald Trump, quien, por cierto, estaba entonces esperando un hijo de su actual esposa. Evidentemente, todo lo otro pasó a segundo plano.
Y así va girando el mundo, como una noria extraña. Complicándonos la vida, inventando acertijos para poder resolver otros. Churchill dijo que la política es el arte de lo posible, en cambio a mí me gusta pensar que el arte es la política de lo utópico, de lo infinito. Así pues, esta historia que les he contado no es arte, porque aunque no es verdad, es perfectamente posible.

Comentarios

  1. Historia de intriga, de opinión, de denuncia, de crítica... tan bien tramada a pesar de su complicado deambular por los hechos, que sí es arte:¿ verdad o mentira? Poco importa. Es creación, es literatura. Anna

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  2. Me he tronchado leyéndolo y, sin embargo, bien pensado es para llorar que la sociedad americana esté de tal manera que disparates que sólo debieran ser parte de una ficción hilarante nos parezcan perfectamente factibles .

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