Informe 12: Paquidermers
No distinguir entre realidad y
ficción es algo terrible. A lo largo de la historia, hemos visto cómo confundir aquello real con lo
mítico acarrea una verdad defectuosa, hecha de leyendas y fabulaciones, en
muchas ocasiones interesadas, que no son fáciles de desarraigar de la
imaginería popular. Cuanto más débil, inmadura e iletrada es una sociedad, más
sencillo es que se anegue en el aturdimiento y la alucinación, en el avispero
de los límites de lo cierto.
Ya en el siglo
I a.C. el emperador Octavio Augusto comenzó lo que se podría considerar la
primera gran campaña de marketing político: una estudiada y compleja actuación
que trataba, a grandes rasgos, de legitimar su figura política a la vez que
devolvía el entusiasmo nacional a los ciudadanos de Roma. Tras dos guerras
civiles, la capacidad de la
gente para creer en el imperio era escasa, la población había perdido la fe en
la idea de lo que Roma significaba, en lo que debía representar para el mundo.
Octavio sabía del peligro de una sociedad cínica y descreída, que una
ciudadanía escéptica y crítica era menos dada a los sacrificios, a pagar
impuestos o a embarcarse en guerras lejanas. Según el emperador y sus
adláteres, los vicios de la República y su corrupción habían acostumbrado a la
población al lujo y los excesos, y los llamados mos maiorum (costumbres de los antiguos) habían quedado relegados a
una palabrería hipócrita. Los hábitos en Roma se habían relajado: la gente
abandonaba el campo para vivir los goces de la ciudad, no había casi matrimonios
entre el patriciado, no se tenían hijos romanos y las ansias de vivir bien
habían dado paso a un relativismo individualista, casi antipatriótico. Así
pues, Octavio emprendió lo que él mismo llamó su Plan de regeneración moral, que no consistía en medidas represivas,
o al menos no esencialmente, sino que se trataba de un ejercicio de
manipulación positiva. Augusto fue siempre un hombre inteligente para la
política, al menos lo suficiente como para saber cuándo necesitaba ayuda en
algunos campos, así apareció la inestimable ayuda de su consejero Mecenas. Este fue el hombre que lo puso
en contacto con los intelectuales que le ayudaron a difundir determinadas
ideas; a todos ellos los llamarían, sin rodeos, el círculo de Mecenas.
Octavio y su
camarilla pusieron en marcha varios recursos que tienen que ver
fundamentalmente con la ficción.
La cuestión era lograr que las masas se enardecieran de nuevo, sintieran que
formaban parte de algo único y enorme que estaba por encima de ellos mismos
como individuos. El orgullo de ser romano y la fe ciega en una idea que no
fuese propia, sino colectiva, elevada y abstracta. Primero inventaron un
vínculo falso de Augusto con el divino Julio César, pues dado que en muchos
aspectos el emperador actual no soportaba la comparación con su antecesor, lo
presentaron como su sobrino más querido, como si fuese casi un hijo adoptivo. De este modo no se trataba de
compararles sino de que el pueblo los entendiera como una continuación, la
sucesión natural. Otro tema que preocupaba a Octavio era la comparación física
con César, que era un tipo atractivo, alto y esbelto. La solución fue de nuevo
mezclar la realidad con la ilusión, y Roma se llenó de unos pequeños bustos con
la cara del emperador en lo que podríamos llamar una versión mejorada de sí
mismo; la gente los compraba en los mercados y los ponía en su casa, los
visitantes y extranjeros los compraban para llevarlos a las provincias. También grandes estatuas
llenaron las plazas y los teatros con la victoriosa imagen de Augusto, pasado
sin remilgos por los filtros de lo que hoy conocemos por photoshop. Lo
cierto es que jamás el pueblo llegaba a ver tan de cerca al emperador como para
escandalizarse por la evidente optimización de su aspecto.
En segundo
lugar, inventaron un enemigo exterior que aterrorizase a los romanos, que
pusiera en peligro su estilo de vida y la seguridad y prosperidad de sus hijos.
En este caso no era difícil encontrarlo, se trataba del mundo entero. Los
llamados bárbaros, palabra que para los romanos significaba “los que no
saben hablar” —de ahí nuestro verbo balbucear (otra muestra de su
impagable prepotencia y vanidad)—, serían el enemigo ideal. Hordas de asesinos anhelantes de
destruir cualquier signo de civilidad. Puede que nadie supiera quiénes eran los
bárbaros, ni por qué sentían tanto odio contra los romanos, pero esa vaguedad
profería un efectismo mayor si cabe en el inducido terror e indignación que
despertaban. Los ciudadanos les imaginaban todo tipo de crueldades y, una vez
puesta la semilla, la ficción colectiva regaba con ahínco en la tierra fértil
de la leyenda, la cual suele terminar en entelequia.
Sin embargo,
la argucia más fructífera para los intereses imperiales la encontró su
consejero Mecenas en las palabras de cuatro hombres de letras. Tito Livio era
por aquel entonces un historiador respetado que recibió el encargo de escribir
la más monumental y definitiva historia de Roma, titulada Ab urbe condita (Desde la
fundación de la ciudad).
La constituían exactamente ciento cuarenta y dos libros dedicados a una sola
idea: exaltar el nacionalismo romano. Livio, que ni siquiera tuvo acceso a las
fuentes originales, cuál sería su rigor, escribió una obra fundamental, pero
absolutamente dirigida. Su afán principal era demostrar, ni más ni menos, que
Roma fue fundada por los troyanos, príncipes apátridas que perdieron su
civilización a manos de Aquiles y el cruel Agamenón. Así pues, la Ciudad Eterna, a la que todos
los caminos conducen, entroncaba directamente con la nobleza troyana, con
Eneas, Hector, Príamo y la estirpe más noble, mítica y amada por los dioses.
Esa proverbial ascendencia mitológica se imaginó para pesar como una losa sobre
la mentalidad de un pueblo romano en deuda con su linaje, con su abolengo real
y una estirpe de héroes y mártires que encumbraron a una civilización elegida
por los dioses para gobernar la tierra, ahí es nada. Si se quiere un apunte no
exento de ironía, Tito Livio nunca escondió que era de ideas republicanas.
La versión
literaria de esta misma historia la escribió el más grande de los narradores
latinos, Virgilio. La Eneida fue el
poema épico que describió tales acontecimientos desde la belleza de los
hexámetros; sin embargo, su objetivo político no difería en nada de la
historiografía de Livio. Virgilio dedicó una década entera a confeccionar esta
epopeya nacional, y llama la atención con qué maestría consiguió imitar el
estilo oral homérico, dando así a su obra un tono popular, como si sus versos
no fueran suyos sino de un autor colectivo que ha contado esa historia de
padres a hijos durante siglos, recordando las gestas de sus antepasados y
haciéndolas pervivir en la memoria histórica, casi genética, de las gentes del
Lacio. Nada más lejos de la
realidad, pues la Eneida es una obra
culta, pergeñada por la mano y la mente de un solo hombre que quiso y logró
imitar el tono verosímil y legendario de la Ilíada.
E igual que en Ab urbe condita, la
recreación de un pasado mítico termina en la justificación absoluta de la
figura de Octavio Augusto: todo tuvo que suceder para llegar a donde estamos,
así sucedió y aquí nos encontramos, todo fue para esto, con este fin, así obran
los romanos.
Evidentemente,
la auténtica historia de Roma nada tiene que ver con la ficción de estos
enormes escritores, pero la confusión entre la verdad y su imperativa
recreación dio sin duda los frutos deseados. De entre esos autores llamados
augustales, la figura del poeta Horacio es absolutamente imprescindible. Sus Odas y Églogas, dedicadas sin rubor a Mecenas y a Augusto, no
profundizaban en los grandes acontecimientos históricos, sino que, por el contrario, trataban asuntos más
cotidianos, pero cargados de filosofía. Horacio era el poeta de cabecera de
Octavio, su apuesta por la vida en el campo frente al estrépito de la ciudad y,
sobre todo, su defensa a ultranza de la austeridad como el valor que distingue
el espíritu romano, hacían las delicias del emperador. En los versos horacianos
encontramos el tópico de la aurea
mediocritas, que
describe ese equilibrio dorado donde reside la auténtica felicidad, y promulga
que evitar los excesos, incluso de felicidad, nos conduce irremisiblemente a un
bienestar duradero. La vida sencilla y justa hace al hombre bueno y fiel a lo
que importa. En su obra, el
poeta critica el lujo, el dinero, las actitudes impostadas y hace referencia al
tópico de la nave, un barco a la
deriva que precisa de un timonel que lo lleve a buen puerto, lo proteja y lo
guíe frente a las tormentas del caprichoso destino. Si la nave es Roma, seguro
que adivinan a quién se refiere cuando nos habla de esa mano firme, de ese faro
iluminador.
El caso de
Ovidio es harto conocido. Perteneciente al círculo de Mesala y no de Mecenas,
disfrutó de una posición económica que le permitió no ser dependiente de las
caridades augustales. Pese a su innegable talento literario, como algunas de
sus obras se desviaron de la corriente de pensamiento imperial, ello le condujo
al exilio forzoso para el resto de sus días. De nada sirvieron las súplicas de
su familia, amigos, incluso de otros literatos afines a Octavio, el emperador
jamás le perdonó sus veleidades sexuales, tanto personales como narrativas. Parece ser que su Ars amandi disgustó profundamente a
Augusto por su libertina procacidad. El emperador, que usó hábilmente la
ficción para modelar a su gusto la realidad, no supo o no quiso, tampoco en
esta ocasión, separar la una de la otra. A mi parecer, y seguro que también en
el de Ovidio, cometió un grave error.
Puede que
alguien se pregunte si las obras literarias podían tener tanto impacto en la
población romana como para alterar su cosmovisión. Esa es una percepción muy
moderna de la influencia de la intelectualidad sobre los ciudadanos, porque
parte precisamente de una sincronía muy ad
hoc a nuestros tiempos, donde, efectivamente, la literatura y los
escritores no parecen concernir a la opinión pública ni a su relación con la
realidad que les rodea. Sin embargo,
hay que entender que en la antigua Roma, y también a su manera en otros
periodos de la historia, se dieron unas circunstancias que hicieron posible esa
intervención de lo literario, de la ficción, en la opinión pública y privada de
la gente. Para empezar, hay que comprender que la falta de información general
constituye una página en blanco, donde cualquier teoría bien trazada tiene
mayores posibilidades de éxito. La visión augustal de la realidad se impone
entre los romanos por cierta falta de competencia, su idea no tiene que luchar
contra otras para conquistar la conciencia colectiva. Por otro lado, hace
partícipe a la población de una ilusión supremacista, basada en la idea del
poder del clan y la posesión de una verdad tautológica, una verdad inventada
por él mismo, que escribe la ley y la justicia que la sustenta. También hay que
contar con la sensación de fragilidad, sobre todo entre las clases populares,
que sentían que la amenaza de un futuro incierto podía mitigarse formando parte
de un relato grupal. En cierto modo, esa pertenencia a un destino común les
protegía de sí mismos, de la necesidad de tomar decisiones individuales
equivocadas, sobre cómo pensar o conducir sus vidas. En definitiva, Tito Livio,
Virgilio o Horacio no hicieron nada que no hayan llevado a cabo las religiones
y los nacionalismos a lo largo de la historia: crear un relato ficticio y poner
en funcionamiento los mecanismos de la narratividad, contar una historia que
seduzca y dé sentido o respuesta al miedo, los vacíos, la muerte, el propósito
de la existencia o la propia felicidad, contar una historia que sea una
respuesta a qué hacer con la vida, cómo vivirla y con qué fin.
En la escuela,
a partir de Octavio Augusto, todos los niños aprendieron que los dioses habían
elegido a Eneas, superviviente de Troya, para fundar Roma y conducir al mundo.
Aprendieron que Octavio Augusto era consecuencia inevitable de un sino divino y
que su figura representaba lo que todo ciudadano debía aspirar: la sencillez,
la austeridad, la fe y el temor a los dioses, la sensatez y el equilibrio, la
familia como piedra angular de la vida, la repulsa por el vicio, la inmoralidad
y la ostentación, el amor incondicional por la patria, sin resquicios, sin
preguntas, sin concesiones a la debilidad. En cada lectura pública, en el
palacio o en las plazas de los pueblos, en cada pregón, en cada comunicado, en
cada plegaria, en cada sacrificio en el ara,
en cada discurso en el foro, en los juegos, en el Senado, en las tertulias de
las termas, en las periocae (pequeños
extractos de la obras literarias) que circulaban por las calles y las casas, de
mano en mano, se podían leer o escuchar las historias que engrandecían la idea
de lo que significaba ser romano.
Hoy en día la
ficción literaria de calidad ha quedado, paradójicamente, para los que están
más fuera de lo popular; sin embargo,
el asombroso poder de lo ficticio se ha adueñado de internet, actualmente el
auténtico generador y difusor de opinión.
No distinguir entre realidad y
ficción es algo terrible. Hace unos meses, un hombre adulto se paró en plena
carretera en la India y trató de hacerse un selfie con un elefante salvaje que
andaba por allí; como resultado de tal temeridad, el animal lo aplastó hasta
matarlo. No lejos, a unos cientos de metros, otro tipo observaba el episodio y
decidió grabar la escena con su teléfono, y el vídeo resultante se puede ver en
YouTube (que esté disponible no quiere decir que sea de consumo obligatorio).
No es el único caso de personas que, tratando de inmortalizar algún momento
bizarro, se despeñan por barrancos, son atropellados, se electrocutan o se
ahogan en el mar; de hecho, son cientos los que han perecido en esta triste
tesitura. En marzo de este
año, en Barcelona, una chica de catorce años se colgó de una viga que
sobresalía de un octavo piso para que su amigo le hiciera una foto, al final no
supo cómo regresar al alféizar de la ventana y tuvieron que venir a rescatarla
los bomberos. Conservó la vida, no sabemos si la foto.
No distinguir
entre la realidad y la ficción es malo para ambas, también para la ficción. A
lo largo de la historia hemos visto destierros, cárcel, censura e incluso pena
de muerte para autores que escribían libros, pintaban cuadros o componían
canciones que transgredían la norma o la moral imperante en su época. Claro
está que el mismo fenómeno lo hemos visto también para los que sí trataban de
contar la verdad más científica, sin embargo es doblemente absurdo cuando la
obra artística nada tiene que ver con la vida del autor o su opinión. No solo
las dictaduras más retrógradas han sido partícipes de dicha confusión, aunque
son las protagonistas de tales prácticas, también el papanatismo de las
izquierdas modernas ha caído en actitudes estúpidas, aunque es evidente que con
consecuencias mucho menos graves.
Nabokov no era
un pederasta, ni Salinger mató a John Lennon, Salman Rushdie no es el diablo,
ni los creadores en general tienen por qué estar de acuerdo, ni identificarse
con lo que hace un personaje de su obra de teatro, su pintura o de su ópera.
Cada vez que a alguien le cuesta explicar la maldad humana, trata de encontrar
un culpable en la ficción: escuchaba a Marilyn Manson, veía cine violento,
jugaba a videojuegos, leía el Corán (?).
Ese tipo de argumentaciones solo demuestran que la confusión existe, que lo
ilusorio y lo real terminan en un cambalache de claroscuros y que, como dijimos
anteriormente, a menudo es interesada. Nadie aduce, como irrefutable
explicación a un brutal asesinato, que un individuo escuchaba discos de Antonio
Orozco, veía a Ana Rosa en la televisión, ponía a Herrera en la Onda,
leía el Hola o el Nuevo Testamento.
Podríamos dejar de estudiar a Plauto por trivializar la esclavitud, desterrar
de nuevo a Ovidio por su machismo, hay motivos más que fundados para no
aceptar, incluso detestar, el comportamiento de varios personajes de Dante,
Shakespeare o Cervantes; qué locura, ¿verdad? Sin embargo, a mucha gente, quizás a los
mismos que tal cosa les resultaría intolerable, no les parece un desatino
encerrar o sancionar a raperos, cantautores, dibujantes o humoristas que, a la
postre, no hacen más que jugar con el constructo de la ficción y su
narratividad. Al final, la caricatura de un político o de un torero no es el
político ni el torero, solo su representación ilustrada en una dimensión que no
existe, es importante distinguirlo. Roma existió; la Roma de Tito Livio, no.
En el mundo de
la posverdad, donde los hechos han dejado de ser los vertebradores de lo
cierto, cualquiera puede ser un sabio de Wikipedia y armar su verdad en contra
de la verdad. Basta con que más gente crea que el que te acusa de mentir es el
que miente, así puedes llegar a presidente de un país. Las elecciones se
contaminan y manipulan de manera organizada a través las redes sociales y los
que perpetran los fraudes, quizá eso sea los más grave, lo hacen contando con
el followerismo de los millones de
incautos que han decidido que las noticias/opiniones de personas anónimas y mal
informadas son las que vale la pena creer y difundir. Bajo esa premisa, que se
separe a los niños inmigrantes de sus padres, que cientos de personas mueran
ahogadas en el Mediterráneo, los campos de refugiados, la violencia machista,
la pérdida de libertades fundamentales o el cambio climático, pasan a ser
asuntos que se vierten desde la realidad a internet y a los medios de
comunicación, y allí,
comienzan a transformarse en irreales, tópicos de la ficción y por lo tanto
susceptibles de ser, de un modo u otro, interpretables según nuestro criterio,
sensibilidad, ideología… Los hechos se convierten en metáforas de los hechos,
algo simbólico y por lo tanto subjetivo, opinable y ahora, gracias a internet,
también fácilmente modificable.
Lógicamente el
hombre siempre ha interpretado la realidad a su antojo y no vamos a culpar a
internet de todos los males modernos. Sabemos que las nuevas tecnologías no son
más que herramientas que dependen del uso que se les dé, aunque algunas de esas
herramientas, no nos engañemos, están diseñadas para usos que son ya de fábrica
cuestionables. Pese a ello, es evidente que la debilidad intelectual y la
ausencia de personalidad es un campo abonado para la estupidez internauta. Nos
debería preocupar que nuestros hijos se eduquen sexualmente en la pornografía,
que los vídeos sexuales más buscados en España tengan que ver con la Manada y
violaciones en grupo, que de nuevo una realidad trágica se haya convertido en
un vídeo, en una recreación de lo que sucedió y, en consecuencia, los límites
se difuminen. Los autores de ese execrable delito no son estrellas del porno,
no son actores, no deberían ser famosos, ni tener notoriedad, ni seguidores, ni
fans, ni por supuesto imitadores.
El ser humano
siempre ha interpretado la realidad a su antojo, ya lo he dicho, pero en la
actualidad hemos llegado a un punto, no sé si con retorno, en el cual va a ser
muy difícil volver a ponernos de acuerdo en algo. Es imprescindible que la
gente reconsidere su vida en internet; para empezar, debería entender que lo
que sucede en internet no es su vida, sino una transfiguración virtual, una
ilusión de realidad y de sí mismos en esta, como si viviesen dentro de aquel
libro que les obligaron a leer en el colegio; qué quijotesco, ¿no es cierto? De
hecho, es mucho peor que
eso, es vivir dentro de un megacentro comercial, donde todas las tiendas están
conectadas para controlarte, reeducarte en todos los sentidos, reducirte a una
suerte de ente consumidor y modelar tu visión del mundo en función de ello. Internet no podrá sustituir la
realidad por mucho que se confundan lo uno con lo otro, por mucho que desde
todos los flancos de nuestra sociedad traten de hacernos creer que es una misma
cosa. El esfuerzo titánico que el nuevo capitalismo/Sillicon Valey ha hecho
para que perdamos la noción de lo real es aterrador. La constante coacción para
que formemos parte del engaño, para que cedamos a vivir en el futuro, como si
eso fuera posible, en vez de en el presente, es algo patológico. En el futuro todo
es factible, porque aún no estamos allí a la vez que sí estamos allí, es una
especie de sueño, un paraíso artificial y al mismo tiempo un oxímoron
destructivo. Porque internet no puede sustituir a la vida real, pero nadie dice
que no pueda deteriorarla, o, precisamente porque no puede sustituirla, termine por ahogarla. En cambio,
la resistencia que consiste en el vivir aquí y ahora, lo que para ellos es el
lúgubre pasado, es una postura que el sistema tiende a no tolerar, pues
preguntarse el porqué y tener cierta noción de libertad personal dificulta
consumir agónicamente, tener miedo, el gregarismo, necesitar lo próximo como
una promesa irresoluble y narcotizante.
Una noche,
cenando en casa de unos amigos, una persona me dijo que yo no quería aceptar el
tiempo en el que vivía. Con cierto grado de desprecio, incluso diría resquemor,
me puso como ejemplo de esa gente que pasa por la vida sin querer entenderla,
sin comprometerse con lo que sucede en el mundo. Aunque no lo expresó de ese
modo —no podría por falta de elocuencia y referentes culturales— me vino a
decir que era una especie de héroe romántico, un luchador por lo absurdo, por
las batallas perdidas que no merecen ser luchadas, ni mucho menos ganadas. Por
un lado, entendí que su resentimiento tenía que ver con esa desazón y
desconfianza que provocan en nosotros las causas de los demás. Por otro lado,
me vi a mí mismo como alguien que le discute a sus conciudadanos la veracidad
histórica de la Eneida: si es
divertida, bien escrita, a todos nos vale y nos da un guion de vida, ¿a quién
cojones le importa si es mentira? Y la verdad es que a mí no me importa que
exista la ficción, al contrario, pero me indigna que pase por verdad. No quise
entrar en polémicas, ni quedar como el engreído que soy, pero para mis adentros
pensé que esa persona, que me acusaba de no aceptar ni conocer el mundo, seguro
que no había leído a Flaubert. Aquella noche, al llegar a casa le dije a mi
mujer lo que le hubiera dicho a aquel tipo, le dije que estaba seguro de que no
leer a Flaubert, a Proust o a Dostoievski era, sin duda, estar mucho más fuera
del mundo, de la vida y del conocimiento humano que no tener WhatsApp. Así que, mientras me ponía el
pijama, pude demostrar que él desconocía y aceptaba menos que yo su lugar en el
universo y que, ya de paso sea dicho, es mejor ser un héroe de lo absurdo que
ser absurdo a secas. Mi mujer me miró resignada a través del espejo donde se
cepillaba los dientes, luego se enjuagó la boca y me dijo que tendría que
esperar a la próxima cena para poder decirle todo eso a la cara, puesto que no
tendría sentido que me pusiera WhatsApp para poder responderle antes. Tenía
razón.
Los instagramers y los influencers son personas que se muestran en la red y tienen una
fuerte ascendencia sobre los que les siguen, al menos eso piensan las empresas
que les pagan para que promocionen un producto. Así pues, estos muchachos y
muchachas, suelen ser gente joven, aprovechan su capacidad de generar opiniones
y reacciones en otros usuarios para convertirse en individuos-anuncio.
Generalmente no está claro cuál es su talento, que solamente se ve refrendado
en un número ingente de seguidores, pero eso les basta para tratarse entre
ellos, y por algunos de sus espectadores,
como personas con enormes cualidades, incluso se llaman genios los unos a los
otros. A mí me parece todo esto de una superficialidad peligrosa y de una
incultura casi violenta: ahora uno se cala una boina de tal marca, el otro
recomienda una crema, una revista, un videojuego o unas gafas, no se distingue
quiénes son de lo que venden. Y aunque tampoco tenemos la seguridad de que
muchas de las personas que les visitan no piensen que son gilipollas, lo cierto
es que a mí no me sigue nadie y a ellos millones, por lo tanto, en el mundo del
futuro, yo me equivoco y ellos son los nuevos Leonardo, Mozart o Picasso. Otro influencer es Donald Trump, que escribe tuits febriles a
altas horas de la madrugada, generalmente píldoras de rabia insomne y
desquiciada, a veces incluso incomprensibles. Da igual, sus seguidores parecen
no discernir al presidente de Estados Unidos de un borracho de bar, puede que
sea eso lo que precisamente les encandila de su carácter. Tampoco muchos
políticos europeos y españoles parecen entender que haya diferencia alguna
entre las redes sociales y la barra de un garito, o entre sus amigos y los que
les puedan leer en internet. La realidad y la ficción se confunden de nuevo
para que colapse el sentido común. Cuando alguna de estas figuras públicas mete
la pata en internet, se les lincha virtualmente y se pide su cabeza en la vida
real, igual que los romanos pedían las cabezas de tal o cual gladiador, si no
estaba a la altura en los juegos. Si Octavio Augusto y Mecenas viesen a lo que
se puede llegar con las nuevas herramientas de manipulación y aturdimiento, lo
desconcertados y faltos de propósito que andamos, no sé, quizás tuviesen miedo.
No distinguir
entre realidad y ficción es algo terrible. Las consecuencias de ello pueden ser
catastróficas. Un tipo en la India, o donde sea, se baja de un coche para
hacerse un selfie con un elefante y otro individuo, en vez de advertirle, lo
graba y sube un vídeo a la red. Quién sabe si otro oportunista consiguió el
vídeo del atropello de un fulano que grababa con el teléfono a otro que moría
aplastado por un elefante y así sucesivamente. La vigilancia es abrumadora, no
hay tontería que no sepamos. La cuestión esencial aquí es que un elefante no es
un fondo de pantalla, no es un atrezo virtual, es un animal, un ser vivo, un
paquidermo enorme que se resiste a ser una broma en tu estado del Facebook.
Aviso a los paquidermers, influencers posturitas que barritan en
este mundo y el del futuro, hay que distinguirlo, hay que ver la diferencia. O un día la verdad nos aplastará
como a ese pobre infeliz, siete toneladas de realidad, para no confundir a un elefante con la ridícula
historia de una foto con un elefante.
¡Genial! Un hallazgo el vocablo "paquidermers".
ResponderEliminarM'ha agradat molt la 1ª part i la relació que fas a la segona em sembla molt encertada. Aplaudiments
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