Un sendero


Antes que nada, quiero informarte de que si has entrado en este informe por casualidad, en realidad se trata de la continuación del informe titulado «Los senderos que se bifurcan». Puedes leerlo de manera independiente bajo tu responsabilidad.


Hola, afortunado lector, has elegido uno de los debates más candentes de nuestra época: el existente entre tecnófobos y tecnófilos. Creo que la reflexión subsiguiente sería mucho más bonita e interesante si me refiriera a la lucha entre las personas que tienen un miedo atávico a los ordenadores y aquellas que consideran que sus relaciones, tanto las sexuales como las personales, son mucho más fluidas con un ordenador o una lavadora que con sus congéneres.
Sin negar la existencia real de esta clase de personas (hoy en día, hasta piñas hay en la viña del señor), mi deseo es hablar sobre el combate entre admiradores y detestadores de la tecnología. En esta discusión siempre me había situado en una posición moderada, donde contemplaba los posibles pros y contras de cada una de las partes.
Sin embargo, algunas experiencias de este verano me han hecho cambiar ligeramente de opinión. Es cierto que la tecnología nos ha hecho la vida más fácil en muchas facetas de la vida, desde la lavadora hasta el GPS e internet (bueno, estos dos sobre todo se la han hecho más fácil a los que se dedican a espiarnos; un saludo también para ellos). No obstante, a veces nos excedemos con la aplicación de las nuevas tecnologías.
En los ya lejanos años veinte, el genio del cine Buster Keaton codirigió e interpretó un cortometraje llamado La casa eléctrica (está disponible en internet). En él, su personaje era contratado para convertir una casa normal y corriente en una vivienda moderna donde todo debe estar automatizado y electrificado. La familia le da un par de meses para realizar las obras y, a su vuelta, encuentran toda una serie de sorpresas en principio gratificantes: desde una escalera mecánica a un seleccionador eléctrico de los libros de la biblioteca, pasando por unas vías de tren que llevan los platos de la cocina al comedor sin que nadie tenga que hacer el inmenso esfuerzo de levantarse de la silla.
Como todos sabemos, las fantásticas ideas que aparecen en esta película se han llevado a la práctica en nuestras viviendas y Buster Keaton está considerado como el Leonardo da Vinci de la dómotica... Espera, espera, creo que no fue así... Pues sí, lamentablemente para el pobre Buster, el filme acaba como el rosario de la aurora y asistimos a una especie de rebelión de las máquinas contra sus dueños que es casi digna de Terminator.
Volviendo a mis experiencias personales, este verano tuve la desgracia de volar en una compañía que se caracteriza no solo por destrozar simultáneamente el castellano y el inglés en su nombre, sino también por hacer lo mismo con los nervios y la paciencia de sus clientes.
Soy uno de los muchos que cree que existe una colaboración entre las compañías aéreas y los servicios secretos americanos, pero, a diferencia de la opinión de la mayoría, no pienso que trabajen juntos para transportar a presos a cárceles secretas situadas en países exóticos; más bien considero que las agencias estadounidenses se dedican a elaborar sistemas de tortura y las aerolíneas son las encargadas de aplicarlas sobre los pasajeros para probar su efectividad. Eso justificaría también, de manera mucho más plausible que la explicación oficial, el enorme descenso de los precios de billetes de avión.
Tras llegar al aeropuerto, nos acercamos a la zona de facturación, donde milagrosamente no había cola, pero sí un grupo de personas desperdigadas alrededor de unas máquinas realizando movimientos inconexos mientras varios trabajadores de la compañía les observaban con la clara misión de ignorarte con disimulo y evitar que les pidieras ayuda.
¿Ayuda para qué? Bueno, siguiendo con este proceso general de extenalización de las responsabilidades la vida que empezó Friedrich Nietzche al matar a Dios hace ya siglo y medio, las aerolíneas han decidido dar un paso más y encargarte a ti mismo el proceso de facturación. Como el 90% de la gente, yo no sé facturar una maleta y, naturalmente, todo salió mal; por lo tanto, los trabajadores de mirada torva (no dudo que esta actitud tiene su origen en una orden directa de sus superiores y no en la torvez intrínseca de la persona) se vieron obligados a contradecir su orwelliana función de desayudar y pasaron a indicarnos qué había que hacer. Conclusión: gente cabreada, trabajadores mirando y una tecnología que no hace la vida mejor.
Esta experiencia me recordó a otras que había vivido. Ya es habitual en mi barrio que, a la hora de ir a pagar un comercio, vea imposibilitado mi ofrecimiento del dinero al dependiente por un enorme armatoste donde tengo que introducir los billetes y monedas. No sé por qué razón han empezado a popularizarse estas máquinas, si debido a que el propietario no se fía del dependiente o a que se trata de una especie de caja fuerte, solo soy consciente de que un proceso que antes me llevaba unos segundos se ha convertido en una lucha de varios minutos entre el hombre y máquina para que yo haga como cliente el antiguo trabajo de la cajera (meter unos billetes en los cajones de la caja registradora) mientras ella me mira torvamente con cara de desayudamiento.
Días más tarde, fui a visitar a un amigo a su casa. Al llegar al portal observé que había dos personas con un aspecto entre indignado y triste ante los timbres; me aseguré de que no llevaran un uniforme de trabajador de Porteros Electrónicos Canivell y que no me mirasen torvamente y, tras comprobar que no era así, me decidí a acercarme. Se trataba de una pareja que, por su aspecto físico, parecía llevar mucho tiempo allí, una especie de Robinsones del Eixample atrapados en aquel portal, incapaces de poder marcar el timbre del piso al que querían subir.
En un alarde digno de Prometeo, el edificio había decidido cambiar la anticuada y democrática fórmula «un timbre, una persona» por un dictatorial panel númerico donde, tras previa consulta de una lista que asignaba una serie de números a los pisos, el visitante tenía que teclear su elección. A primera vista, no parece difícil, solo diré que las teclas, pese a ser nuevas, ya no funcionaban bien y que, tras un arduo esfuerzo de diez minutos, finalmente conseguí llamar al timbre de mi amigo. Lamentablemente, los diseñadores de este nuevo portero no consideraron adecuado poner un micrófono ni un altavoz, por lo que nadie puede anunciar quién es y, eso sí, los del correo comercial, junto con ladrones y psicópatas, tienen la vida más fácil. Alguien tenía que salir ganando.
Mi amigo tenía que ir a la biblioteca a devolver unos libros, así que decidí acompañarlo. Salimos a la calle tras saludar a la pareja, que aún seguía en el portal luchando contra los timbres, y en unos pocos minutos llegamos a la biblioteca. Nos acercamos al mostrador y yo empecé a sospechar que sucedía algo raro cuando capté una mirada torva que ya me era conocida. Después de depositar los libros ante la bibliotecaria, nos señaló una enorme máquina con un perturbador movimiento de cejas acompañado de la parca frase «Ahora se devuelven allí».
Así emprendimos una aventura épica, digna de la novela Moby Dick (que casualmente era uno de los libros que retornábamos): el ser humano contra una enorme máquina de color blanco realizando un trabajo para el que ninguno de los dos estábamos entrenados, contemplados por la inmisericorde y omnisciente mirada de varios bibliotecarios, dignos de Yahvé dejando abandonado al ser humano. Finalmente conseguimos nuestro objetivo, no sin pedir ayuda a los desayudadores y sufriendo cierto menoscabo en el proceso: desde entonces mi amigo cojea, fuma en pipa, ha adoptado un look marinero que está completamente fuera de lugar y se dirige a mí llamándome «Ismael» o «grumete».
Ya había observado la penetración de este fenómeno con la cada vez mayor presencia de cajas de supermercado automatizadas, ese artilugio del infierno que, con la engañifa de que irás más rápido, te obliga a hacer un trabajo que antes no era cosa tuya.
No es más que otro paso en este proceso que se inició con el cierre de las tiendas de ultramarinos, donde el dependiente te traía los productos, sustituidas por los supermercados e hipermercados, en las que el esfuerzo de coger los productos lo hacemos nosotros sin que haya ningún reducción en el precio que pagamos, y que ahora culmina con la desaparición de los cajeros. Todos somos conscientes de que los trabajadores del súper se desvanecerán como lágrimas en las lluvia y acabaremos caminando solos por filas de pasillos vacías, desamparados y sabiendo que, como en una novela de Agatha Christie, los siguientes en caer seremos nosotros. Así llegaremos por fin a un mundo ideal de robots que compran, venden y se miran torvamente sin humanos que les molesten.

Comentarios

Entradas populares