In memoriam
El día de Navidad murió mi
suegra. No es nada extraordinario, mueren suegras cada día y el planeta sigue
girando. Sin embargo, para los que la conocimos, el mundo pasó a ser un lugar
más inhóspito, como si en el tablero de la vida hubiesen eliminado varias
casillas de esas que llamamos «casa». Hay personas que al fallecer dejan tras
de sí una sensación de desamparo en los demás, una orfandad que uno no acaba de
asimilar jamás. Su ausencia parece como una ficción, algo que no puede ser
real, transitorio, un episodio de mal gusto de esos que basta con obviar.
Mi suegra era
luz y pura bondad. Lo mejor es que ella no lo sabía, poseía una honestidad
natural, casi ingenua, que cautivaba al instante. Creo que todo aquel que la
conoció la quiso y la sigue queriendo. Hace veinte años entré en su casa y,
desde el primer día, me hizo sentir como un hijo más. Yo, que era hijo único,
supe lo que era tener hermanos y sobrinas, supe lo que era pertenecer a una
familia numerosa, hasta me volví un poco andaluz a base de pringá y
mostachones. Y ese ambiente de generosidad, amabilidad y ternura lo presidían
mis suegros, lo transmitían en cada pequeño gesto, en cada mirada y en cada
palabra. Así nos lo enseñaron a todos los suyos y por eso yo, que soy hijo
único, hace veinte años y desde el primer día, me sentí arropado por todas mis
cuñadas y cuñados. Incluso, un día, sin previo aviso, unas enanas rubias y
guapas me llamaron tío, les aseguro que eso emociona.
El día de
Navidad murió mi suegra. Murió como vivió, sin grandes discursos ni palabras
ampulosas, con la sencillez y la clase de las grandes personas. No necesitó
nada, solo a su gente alrededor. Se la llevó, nunca más bien dicho, la paz de
los justos. Yo no creo en dios,
así que no me queda ese consuelo, aunque me queda otra Consuelo, su hija, la
más importante para mí y a través de la cual seguiré escuchando a su madre,
relatando, con el pañuelito en la mano, pensando en voz alta cosas geniales
imposibles de reproducir.
Desde el día
de Navidad que pienso en ella, pero no he llorado. Hay varias opciones: por un
lado pienso que quizás yo sea un monstruo sin sentimientos, porque no consigo
emocionarme y oportunidades he tenido. Por otro lado, y tras desechar quizás
demasiado pronto mi malignidad demoníaca, puede que simplemente no consiga
recordar a mi suegra y ponerme triste. Me turba su falta, pero al mismo tiempo
me reconforta ella misma, su lección, su humanidad. No puedo evocar su memoria
y no sentir un pellizco de alegría, de una fuerza que va más allá del
optimismo, es más bien un instinto voraz de vivir, de sobreponerse, de ser
feliz cuando se pueda, sin pensarlo demasiado, porque sí, porque es lo que hay
que hacer y para lo que estamos aquí.
Mi suegra se
llamaba Ana, tenía la mirada azul celeste de una niña, pero la sabiduría de
alguien que había vivido varias vidas, algunas difíciles. En el hospital, ya
casi al final, nos quedamos solos y le dije todo lo que le quería decir. No fue
una despedida, pero fue un momento de intimidad y me alegro mucho de haberlo
hecho; ella simplemente me sonrió dándose por enterada, no hizo falta nada más. Nunca la olvidaré.
Ya está, no
soy un monstruo.
Ha sido la mujer MÁS extraordinaria que he conocido. Su fuerza, su alegría, su manera de explicar y educar. Una persona bella y dulce por dentro y por fuera.
ResponderEliminarPocas hay en este mundo
Te querremos SIEMPRE
Gracias cuñado, q palabras tan bonitas y merecidas a mi madre, no la has podido describir mejor, siempre con nosotros. Un ejemplo de amor ella y mi padre hacia la FAMILIA! ❤ un beso Joan.
ResponderEliminarPrecioses paraules Joan. Molt bonic. Emociona llegir-ho.
ResponderEliminarAami sí me hizo llorar su muerte, pero tu escrito me ha reconfortado
ResponderEliminarYo sí lloré su muerte, pero leer tus palabras me ha reconfortado. Era una persona entrañable.
ResponderEliminarGràcies Joan! M'he emocionat llegint-lo. M'has fet pensar que poderós és l'amor, i que valent poder permetre's sentir i compartir la felicitat d'aquest amor, siguin quines siguin les circumstàncies.
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