Informe 14: El palimpsesto

Hay objetos que, por encima incluso de su primera y más evidente utilidad, alcanzan su plenitud como metáforas. Las perlas son, ante todo, cuentas de un collar, pero muy cerca de este sentido son dientes, blancos y prístinos, normalmente de mujer. Las ostras, entre un bostezo y otro, han perdido su derecho de voz y voto en este asunto.
            El palimpsesto, para quien no lo sepa, es un manuscrito, normalmente un pergamino, que aún tiene las huellas de una escritura anterior pese a que esta se ha intentado borrar. En tiempos pasados, las superficies para escribir no eran tan baratas como lo son ahora y el mejor medio para recuperar un pergamino era raspar lo escrito con un cuchillo u otro objeto afilado. Solo hay que echar un vistazo a nuestra infancia y pensar en las gomas con las que borrábamos nuestras palabras para ver que también se regían por la misma filosofía, al igual que los típex de hoy en día (no incluyo en esta categoría las gomas de bolígrafo, ese invento del demonio que lo único que conseguía era emborronar las escrituras pasada y futura).
            ¿Qué mejor metáfora que esta para representar nuestras vidas? De jóvenes, cuando vemos la existencia como una alfombra que se acaba de desplegar ante nosotros para que recorramos nuestro camino, tenemos la impresión de que siempre es posible hacer borrón y cuenta nueva, volver a empezar como si arráncaramos la primera hoja de una libreta y estuviésemos otra vez al principio. Ya entonces, al menos ese es mi caso, no nos damos cuenta de que haciendo esto cada vez tenemos menos hojas en nuestro cuaderno.
            Así, a modo de palimpsestos (cuya versión moderna podrían ser esos cuerpos tatuados con pentimentos de las filias y fobias pasadas de cada persona), nuestras vidas se construyen como intentos de páginas en blanco que siempre conservan restos de nuestro pasado.
            En cierto modo, un palimpsesto que conservara todas sus capas de escritura sin perder ni un solo matiz es lo que nos prometía la tecnología digital y, en su versión más sofisticada, la red. Decenas, cientos de versiones de un documento o de una página web que nos permitirían ver poco a poco el proceso de cómo ha llegado a convertirse en lo que es. Esto sería la panacea para las ediciones críticas de la literatura: cientos de enlaces que nos permitirían leer las diferentes versiones y variaciones de una misma obra, todas disponibles a un solo clic, como se diría hoy.
            Por desgracia, somos solo seres humanos, los mismos que hace mil años rasgábamos pergaminos y hace veinte mil las pinturas rupestres de nuestros rivales artísticos. Quizá por ello estamos condenados a repetir los errores y, muy de vez en cuando, los aciertos. Así que el modelo que el mundo digital ha decidido tomar es el mismo del palimpsesto y los restos de escrituras anteriores los rescatan iniciativas como <archive.org>, que se dedica a conservar una mínima parte del internet anterior, como este antepasado nuestro: https://web.archive.org/web/20120316014327/http://mycolumnist.com/blog/2011/12/plumajes-xvii-no-habra-paraisos-ni-amores-deshojados/.
Seguramente, la mayor parte del contenido de internet no tiene ningún interés, pero tampoco podremos saber si es así o no, pues está condenado a perderse por el sumidero de la historia. Estos tiempos más asépticos e hipócritas nuestros nos han llevado a sustituir el cuchillo por el botón de Suprimir, que se dedica a dejar espacio libre en los discos duros para que puedan volver a llenarse con palabras como estas.
El punto de partida de este informe se me ocurrió hace un par de meses, mientras paseaba por mi barrio, el mismo en el que llevo viviendo desde que tenía unos días y que ha cambiado tanto que casi se ha vuelto irreconocible. Pero, claro, se ha vuelto irreconocible para mí, que tenía algo que reconocer en mi memoria, para los turistas y los nuevos habitantes no deja de ser un lugar tan idéntico a sí mismo como lo fue para mí cuando me lo encontré por primera vez.
Al deambular por un sitio que conoces tanto, las calles son como un palimpsesto de lo que ya no está allí, que en muchas ocasiones solo podemos visitar en nuestro recuerdo, porque ni siquiera existen instantáneas de estos lugares. A veces nos olvidamos de que hubo una época en que una fotografía era un lujo sobre el que había que reflexionar antes de hacerla.
No sé si a un habitante de Venecia o de París, o de cualquier otra ciudad fosilizada por culpa de un momento o una época de gloria de su pasado, le sucederá lo mismo que a mí, pero el hecho de que los paisajes de tu infancia desaparezcan o se modifiquen considerablemente tiene efectos curiosos sobre nosotros como personas.
Yo a veces sueño con las antiguas calles de mi barrio y las recorro como si fuera de día, me meto en bares y tiendas donde nunca me atreví a entrar y veo que conviven las calles que hay ahora con las de mi infancia y con otras que nunca estuvieron allí, que solo viven en mi mente, pero que en mi sueño son tan reales, si no más, que el resto. Luego pienso en aquellos que abandonaron su hogar, como mis padres, y que han regresado a los espacios de su infancia para descubrir que los lugares de su recuerdo se hallan sepultados bajo los cimientos de estos sitios desconocidos. ¿Qué recorren estas personas durante sus noche? ¿O quizá todo lo mezclan: pasado, presente, futuro, antiguos y actuales hogares? Acaso su única casa son los sueños, donde nada es extraño ni ajeno.
Para eso sirve la memoria de la gente, para recorrer las calles que ya no están, comprar en las tiendas que cerraron, visitar a amigos que se mudaron muy lejos o hablar con gente que se marchó definitivamente. Conservamos retazos de todo ello en el pergamino rasgado que es nuestro cerebro: restos de conversaciones, imágenes y olores que en el pasado fueron un trozo de vida tan palpitante como todo lo que hemos hecho hoy y que ya ha empezado a borrar el cuchillo del tiempo.
Hace ya poco tiempo que parece mucho, como sucede con las cosas que no tienen ningún interés, se habló de la realidad aumentada como una novedad que cambiaría el mundo: no solo nos limitaríamos a ver lo que tenemos ante nuestros ojos, sino muchas capas más. Pero me pregunto: ¿no es esto lo que hacemos al pasear por lugares conocidos, teñirlos de las capas de nuestro pasado, como una realidad aumentada a la antigua, propia e intransferible?
Paseando por las calles de mi ciudad, pienso en el momento tan mezquino en el que vivimos (quizá lo son casi todos los momentos mientras estamos involucrados en ellos y solo es el recuerdo el que los tiñe de belleza), en el que la movilidad quiere ser impuesta como la norma y lo fijo se entiende como sinónimo de anquilosado, y entonces vislumbro un futuro sin barrios ni vecinos, sin permanencias (excepto en los contratos de telefonía) ni seguridades (ni siquiera la de la muerte).
Pero los humanos siempre nos reinventamos hasta en las peores circunstancias. Existe una disciplina de la geografía que combina el gusto por los mapas con el gusto por las vanguardias artísticas. Algunos pensarán que se trata de una estupidez supina, otros que el absurdo es la mejor y única rebelión posible contra el mundo cuadriculado por el GPS y Google Maps, unos terceros descubrirán un nuevo mundo con ella. La disciplina en cuestión recibe el nombre de psicogeografía y consiste en actividades tales como intentar moverse por el metro de, pongamos, Londres con un plano del transporte público de Berlín, o probar a recorrer las calles de San Petersburgo con una mapa de Roma. No deja de ser otro palimpsesto más, una amalgama de geografía y ficción que juega con la realidad a través de la imaginación.
Los que vienen de fuera también aportan sus propias capas a la realidad. El poeta polaco Adam Zagajewki nació en 1945 en Lvov (ciudad polifacética y esquizofrénica que fue la Lemberg austríaca, la polaca Lwóv y la soviética Lvov, antes de ser ahora ucraniana) y, a los cuatro meses, él y toda su familia tuvieron que mudarse a la ciudad polaca de Gliwice. Cuando salía a pasear con su abuelo, nos dice en su libro Dos ciudades, sucedía lo siguiente: «Yo recorría las calles de Gliwice y él de Lvov». Somos libres de recorrer los espacios de nuestra memoria. Al menos de momento.

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