Informe 17: La cortina de Parrasio
Plinio el Viejo relató
en su Naturalis historia una célebre anécdota sobre el arte y sus
cuitas. En el siglo V a.C., dos pintores
llamados Zeuxis y Parrasio compitieron por elucidar quién de ambos era el más
hábil con el pincel. Con tales pretensiones, pergeñaron una suerte de concurso
que consistió en comprobar quién llevaba al extremo la perfecta imitación de la
realidad. Zeuxis, artista originario de Heraclea, consiguió pintar un racimo de
uvas con tal excelencia que hasta los pájaros se acercaron a picotear sobre el
lienzo. Por su parte, Parrasio presentó una obra con una cortina pintada y se
la mostró a su colega, quien, crecido y cegado por su inminente victoria, le
pidió que la descorriera de inmediato para ver si algo podía superar a sus
uvas. Al momento Zeuxis se percató de su error y tuvo que admitir su humillante
derrota: «Yo engañé a los pájaros, pero Parrasio me engañó a mí».
No
se conserva ninguna de esas dos obras y ni siquiera podemos estar seguros de
que esos cuadros existieran. Plinio relató los hechos casi cuatro siglos
después de que supuestamente sucediesen y, por lo tanto, jamás sabremos si este
episodio ocurrió de ese modo, o siquiera si tuvo lugar. Aunque, a decir verdad,
a quién le importa.
Este
relato, palabra tristemente denostada en estos días, nos esclarece la importancia
que el arte clásico dio al realismo, pero no a un realismo simbólico,
sino a la descripción desapasionada de la naturaleza. Es decir, la llamada revolución
artística clásica, al contrario que el arte antiguo, no necesitaba que su
representación de la vida tuviese un sentido trascendente, ni que tratase de
transmitir un mensaje aleccionador en cualquier sentido; esto no era imperativo
aunque desde luego sí posible. De este modo, no era necesaria la frontalidad de
las esculturas, su enormidad, su elemento catalizador, catártico, no era
imprescindible que el arte se mezclase entre las gentes, siempre bien a la vista,
público, monumental y explicativo de su carácter doctrinal. En el mundo
clásico, en la Grecia arcaica, no se sabe muy bien por qué —suponemos que por
un cúmulo de circunstancias, entre ellas la próxima llegada de la democracia,
el teatro o la filosofía—, se comienza a tratar el arte como algo que también
puede ser individual, particular, silencioso, simple espejo mudo de las cosas.
Es en demasía audaz hablar del arte por el arte, sin embargo la cantidad
de obras que recrean objetos o personas a tamaño natural y el carácter esquivo
de estas, sin mirar al público, apenas presentes ante nosotros, la plasmación
de un mundo distraído y ajeno al espectador, hace que
la mirada de este tome una relevancia inadvertida hasta entonces: el ojo del
que mira no debe siempre entender, en muchas ocasiones, simplemente, debe
mirar.
Es
inquietante la constatación de que, en la actualidad, hemos regresado
exclusivamente a lo simbólico, a la metáfora. Las sociedades modernas aprecian
la cultura por su potencia catártica y aglutinadora en torno a un pensamiento y, a menudo, no nos engañemos, al servicio de ideas poco
edificantes. El arte no vale nada si no sirve para algo, para difundir algo y,
como la vida imita al arte, también eso se traslada a nuestra propia manera de
vivir. Nuestra existencia se convierte en un aparador que debe significar o
significarse a favor o en contra de algún propósito. Esa tendencia es
precisamente el único sentido que tienen, para la mayoría, las expresiones
artísticas. Es una nueva manera de humillar al humanismo, de usarlo, como si
carente de ese empleo no valiese para nada. El secuestro de la cultura en pro
de cualquier causa nos demuestra la incapacidad del hombre actual para gozar de
manera individual, este debe compartir y globalizar a cualquier precio para ver
justificación al simple hecho de observar la belleza. La cultura se convierte
en un lugar común donde golpearse el pecho con más fuerza, como quien crea y
comparte la bandera más grande, la cruz más enorme, la inmensa estatua del
líder o el eslogan más candente.
La
abrumadora exigencia de hallar un sentido único y simultáneo a nuestra
percepción del mundo y de nosotros mismos es un inhibidor de la creatividad. En
ese intento de comprender grupalmente quiénes somos los habitantes de un país,
los creyentes o no de una religión, de una idea política, de una moda… generamos
una fe sin misterio, unas manifestaciones artísticas que nos desvelarán lo que
ya sabíamos y, sobre todo, nos darán inequívocamente la razón para que todo
tenga sentido.
La
cultura nos hace libres, pero solo cuando nos regala libertad: la libertad de
contradecirnos, de interrogarnos, de dudar, de callar, de inspirarnos, de
asomarnos a un abismo, de retroceder, parar o ir más allá, la libertad de
interpretarla o no, como uno quiera, sepa o pueda. Lo
contrario es puro adoctrinamiento, institucionalización, utilitarismo y
metáfora barata. Igual que los pájaros, picoteemos libremente las uvas de
Zeuxis, saboreémoslas simplemente porque parecen uvas, admiremos la cortina de
Parrasio y que cada uno, a su manera, imagine la maravillosa obra que nunca
hubo detrás.
Com sempre els teus enraonaments són "de filòsof" i em fas llegir amb molta atenció, però també gaudir d'allò més, cosa que agraeixo. Sí, siguem lliures per asaborir allò que ens agrada, d'admirar-ho sense trabes, pel mer plaer que ens proporciona
ResponderEliminarAlta filosofía, preguntas universales, el arte solo tiene que emocionar, sacar los intangibles que llevamos dentro mientras estamos en el tiempo , en tu tiempo fuera de ti "pulvis, cinis et nihil".
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