Informe 18: Crónicas galaicas I (Combray)
Mucho tiempo he estado
acostándome temprano. Durante el curso invernal he tratado de alargar mi sueño
lo más posible, al menos
siete horas, para afrontar
los quehaceres diurnos con algo más de frescura y solvencia. Durante el pasado
curso me propuse no decir jamás que estaba cansado; lo logré. En un buen número
de ocasiones incluso era cierto.
En verano las
costumbres se relajan: estoy en Galicia de vacaciones, en general está nublado
y no tengo ninguna obligación o necesidad fuera de las básicas. Así que me
acuesto y me levanto más tarde de lo habitual, nadie salvo mi familia me
requiere y por ello me siento, francamente, muy afortunado.
El otro día
entré en un bar que yo pensaba que ya no existía. Iba paseando por el pueblo,
por una calle por la que no acostumbro a ir, y di con ese local, entré y me
pedí una cerveza. La camarera me preguntó si quería tortilla o mejillones y yo, tras vacilar unos segundos,
elegí tortilla. No me acostumbro a que me den una tapa con la consumición y,
desde mi psicosis barcelonesa, siempre estoy a punto de decir que no quiero
nada, que por ahora no, que me lo pienso,
o de preguntar azorado cuánto cuesta. La chica me sirvió la bebida, me preguntó
mi nombre y me dijo,
bastante segura de sus palabras,
que yo nunca había estado allí. Le respondí que había estado en ese bar
muchísimas veces, a lo que ella añadió muy sagaz que no en los últimos ocho
meses, desde que ella lo regentaba. Efectivamente, la última vez que me tomé
una cerveza en esa barra fue por lo menos hace quince años. A continuación ella
me hizo una relación bastante exhaustiva de todos los que habían llevado las
riendas de ese local en las últimas décadas, me señaló a un grupito de hombres sentados
alrededor de un tonel bebiendo vinos y me dijo «ese, el del bigote, es el
dueño. Tú venías aquí cuando esto lo llevaba su exmujer». De pronto miré esas
paredes, advirtiendo que no había cambiado tanto el sitio, y de súbito recordé
perfectamente todas aquellas noches, todas de golpe, como en un coro: las risas, la música, el murmullo
de las conversaciones, de miles de voces entremezcladas en una sola voz
múltiple.
Recuerdo
perfectamente que trabé cierta amistad, hablo de hace casi veinte años atrás, con
el camarero de aquel bar, el
hijo de la dueña, la exmujer
del bigotes. Pasada la medianoche, dejaba de cobrarnos las copas y se tomaba
una con cada cliente que él entendiera que lo merecía. Llegado cierto punto de
la madrugada, comenzaba a sentir gran fastidio por estar en el que él entendía
que era el lado equivocado de la barra. Me viene perfectamente a la memoria su
cara, que no su nombre, cómo me miraba muy serio y decía «ahora voy a cerrar y
nos vamos al bar de al lado que me voy a coger una mierda criminal», acercaba
su rostro al mío y repetía casi amenazante: «me oíste, cri-mi-nal».
Vuelvo en mí,
pago la cerveza y mientras espero la vuelta le pregunto a la chica si su hija
va al campamento de verano con el mío. Ella me mira desconcertada, y le señalo
con la cabeza un dibujo que hay pegado en la pared donde dice algo así como
«para la mejor mamá». Me responde todavía extrañada: «Sí, es de mi hija,
pero…». Le explico que tiene colgado un atrapasueños fabricado con un plato de
plástico y unas plumas de colores idéntico al que trajo mi hijo la semana
pasada al salir del campamento,
así que he deducido que deben de compartir clase. Resulta que he acertado y
además los dos tienen exactamente la misma edad.
Todos los
veranos en Galicia hago cosas parecidas que me relajan y me gustan. Por ejemplo, aprovecho para desayunar tarde y
muy despacio, regocijándome en las distintas fases de temperatura del café.
Como tostadas, queso y embutidos, algo inaudito durante el año, y leo La voz de Galicia,
algo todavía más extraño durante el curso. Me interesa especialmente el
opúsculo comarcal llamado La voz de Ferrol, dado que las noticias que
competen a la comunidad autónoma en general ya me parecen demasiado graves y
atribulantes, no digamos las de ámbito nacional o las que atañen en concreto a
Catalunya; todo eso me fastidia y me produce una pereza y pesadumbre infinitas.
En cambio, siento un inusitado interés por las fiestas patronales de Cedeira,
la fiesta del percebe en Sada, el feirón de Pontedeume o el concierto de gaitas
en Mugardos. Normalmente no acudo a ninguno de esos actos pero me gusta saber
que tienen lugar cerca de donde yo estoy; con imaginarme la langostinada en el
puerto de tal o cual pueblo ya puedo saborearla y me sube el ácido úrico.
Hojeando dicha prensa especializada descubro también sucesos locales como la
caída de un árbol en tal carretera, la detención de un individuo por conducir
borracho en unos autos de choque (no se precisaba si le podían quitar puntos) o
la de un hombre que hizo regresar un avión que hacía el trayecto Santiago de
Compostela-Londres por no estar de acuerdo con las instrucciones que las
azafatas dieron de cómo usar las salidas de emergencia; por lo visto este
vecino de Ferrol mostró su absoluta disconformidad con la exposición del
protocolo y fue subiendo el tono de sus quejas. El comandante, ya en pleno
vuelo, trató de disuadirle,
pero su comportamiento quisquilloso a la vez que airado infundió temor al resto
de pasajeros y dio con el vuelo de regreso a la ciudad del apóstol. No sabemos
qué opinión le merece el pórtico de la gloria al sujeto en cuestión y si le
habría hecho alguna corrección al maestro Mateo.
Una de las
costumbres que tengo en Galicia cada verano es leer a Proust. Cada mes de
agosto comienzo En busca del tiempo perdido, lo cual es un acto irónico
en sí mismo porque cada año es precisamente una solemne pérdida de tiempo: a
las diez o quince páginas desisto. Mi mujer me dice que es una ignominia que no
pueda leer ese libro, de suerte que cuando me cruzo con ella por la casa me
mira muy seria y me dice «ignominia», y sé que no lo dice solo como
substantivo, hay algo adjetivante en su tono. No entiendo bien por qué me pasa,
pero este libro se me cae de las manos, se me cae de las manos una catedral de
la literatura, como si a un amante del vino le amargasen los mejores borgoñas y
tuviese que escupir un Domaine de la Romanée-Conti cada vez que intenta
degustarlo. Lo peor es que esas diez primeras páginas me parecen apasionantes,
las conozco muy bien —no en vano las leo una vez al año desde hace muchos años
(tal vez desde que deje de ir al bar de la mierda criminal)—; son una
disertación sobre distintos tipos de sueño y de maneras de dormirse y
despertar. Me encantan, me parecen de una perfección y profundidad radicales,
absolutas. Sin embargo, no
logro pasar de ahí, me agoto, me duermo y luego me pongo triste, incluso
enfadado, como si una azafata no me hubiese explicado bien cómo se sale de
Proust con dignidad en caso de emergencia; en resumen, para mi ignominia hago regresar
el avión. La primera parte de En busca del tiempo perdido se titula
Combray (en versión galaica eso sería un pueblo que se llama Cambre). Mi mujer
dice que puede que no tenga la mejor de las traducciones, pero, caramba, es de
Pedro Salinas, tan mala no será —¿puedo estar haciéndole un feo también al
poeta?—. Para más inri, el
libro me lo regaló ella con una dedicatoria muy sentimental, como para que al
leerlo estableciésemos un vínculo de afecto y erudición que nos entrelazase aún
más si cabe y, al mirarnos,
solo con un vistazo, supiésemos a qué pasaje de la obra hacíamos referencia,
tan cómplices, tan unidos, tan enamorados por esas páginas inmortales… Pero lo
único que sé es lo de la dichosa magdalena y los recuerdos que le sobrevienen a
alguien, puede que el protagonista, al probar ese sabor. Sin embargo, es una referencia que nunca me
ha gustado usar porque realmente yo no he leído la historia completa, me parece
que es como la gente que habla con familiaridad y suficiencia de Don Quijote y
los molinos de viento sin haberse leído la novela. Un poco fraude, ¿no?
Nada más
empezar La recherche,
Proust habla de la dulce sensación de posar nuestras mejillas en las mejillas
de la almohada, una almohada fresca, las mejillas mismas de nuestra niñez.
Paseo por el pueblo, he dejado al niño en el campamento y he bajado al muelle a
tomarme el segundo café, calmo, casi atontado, delante del mar. Es agosto pero
llevo jersey, llueve fino, lo que en la Gallaecia se conoce como orvallo.
Llevo un impermeable de marca Gumix que creo que es el nombre de la fábrica de
plásticos de un viejo amigo y socio de mi padre. Siempre pienso si él se
imaginará que alguien, tantos años después, en las Rías Altas, lleva un
chubasquero con el nombre de su antigua empresa y en el bolsillo un libro de
Proust; si se lo imagina debería dedicarse a la literatura y escribir enseguida
lo que piensa cada día. Me acerco al mercadillo a comprar unos calcetines y
arruinarle el regalo de reyes a mi madre —es broma, los calcetines se sabe que
nunca vienen mal; aunque un día fuesen ustedes por la calle y se encontrasen
abandonado un camión con dos toneladas de calcetines y los metiesen en su
garaje, si al día siguiente alguien les regala unos, no lo duden, les vienen
bien. Siempre puedes cambiarlos por unos calzoncillos o unas bragas, que son el otro artículo que uno
nunca encuentra cuando lo necesita, así que puede que ahí este la solución para
encontrar el tiempo perdido que uno pasa buscando por la habitación, bajo la
cama o en el fondo de algún cajón.
En el
mercadillo, la señora de delante está comprando una blusa para ella y otra para
su sobrina, luego decide añadir una más para su otra sobrina, porque no están
mal de precio y son monas, y
qué caray, otra para su hija la pequeña. La mayor vive en Irlanda con el marido
que trabaja allí, lo del tiempo no es problema pero lo de la comida no lo lleva
nada bien. El vendedor del mercadillo sonríe, tiene las prendas de ropa en una
bolsa de plástico verde manzana, que no sé exactamente de qué verde estamos
hablando, supongo que depende de la manzana que te imagines. La mujer del
vendedor también está atenta a la conversación y asiente a todo lo que la
señora cuenta sobre la vida en Galway. Yo no puedo evitar sentir cierta
ansiedad, porque aun admitiendo que la charla es magnética, uno de los dos
podría atenderme y cobrarme los calcetines, pero no parece que eso vaya a
suceder a corto plazo. De pronto regreso a la plática y se están riendo los
tres de algo, espero que no sea de mí, me siento un poco absurdo allí de pie
escuchando sus risas, pero pese a todo sonrío también para no parecer tan ajeno
y solitario. La mujer hace un amago de coger la bolsa verde manzana de la mano
del vendedor, pero en el último momento lo desestima, hace una finta y se mete
la mano en el bolso, de donde saca una cartera roja brillante, de esas que se
abren con un clic, y remueve
con los dedos. «A ver si ahora non traigo cuartos», dice, pero en ese hurgar en
la tierra como un cerdo trufero encuentra la foto de sus hijas y se la enseña a
la mujer del dependiente,
que, de pronto y sin aviso, ha sido excluido de ese ritual (será porque ya no
son casaderas). La vendedora las encuentra muy guapas y él estira la cabeza
para asentir sin demasiado entusiasmo,
a ver si va a parecer un sátiro; yo no soy invitado ni a verlas ni a opinar
sobre sus encantos.
En la segunda
página de En busca del tiempo perdido, que en mi edición traducida por
Pedro Salinas es la número catorce —no es que me moleste, pero nunca he llegado
a entender por qué sucede eso—, Proust habla del hombre enfermo que tiene que
salir de viaje y se hospeda en una fonda desconocida, en donde se despierta
«sobrecogido por un dolor y siente alegría al ver una rayita de luz por debajo
de la puerta ¡qué gozo! Es de día ya».
Pero en breve descubre que no, que es medianoche y que los criados no
vendrán a darle alivio sino que, al contrario, se van a dormir y le espera una
noche de sufrimiento febril aún por delante. Creo que ese exiguo relato, esa
descripción inmaculada de cómo uno despierta cuando está enfermo y cree haber
dormido muchísimo pero luego no, resulta que todavía queda una larga noche de
sudores por delante… ¿no es una puñetera maravilla haberse fijado en eso y
describirlo de ese modo? ¿No es ya ese instante para una tesis doctoral? ¿O hay
ahí más literatura que en la obra entera de muchos? ¡Que es la segunda página,
por dios! ¿Qué le pasaba a este tío por la cabeza? Que solo el primer volumen
tiene quinientas cincuenta y una páginas de esto sin parar… ¿Esto es normal?
Pues miren, yo no puedo leerlo, ¿qué hago? ¿Me mato? ¿Salgo a las tres de la
tarde a caminar por la carretera bajo el sol como esos viejos que quieren
terminar ya con todo?
Llego al bar
donde mi padre tiene su tertulia de vermut, llevo en una bolsa de plástico —todo
el mundo en este pueblo lleva una bolsa de plástico— unos calcetines y el libro
de Proust. La conversación versa sobre el cava que se está degustando, Mestres,
que a todos les gusta, no sienta mal, burbuja fina, equilibrado, precio
razonable. Mi tío Francesco me cuenta que la voz hay que tenerla, es un don,
pero luego hay que educarla; la técnica para algunos lo es todo, aunque siempre
hay algún fenómeno natural que puede cantar hasta los noventa años
contradiciendo cualquier tipo de ortodoxia sobre diafragmas y respiraciones.
Entonces canta una canción en italiano y todos los que hay sentados en la
terraza del bar aplauden, luego me dice que si él fuese a Telecinco y contase
lo que sabe de algunos y algunas cantantes de ópera se forraría, pero ya le ha
dicho a su mujer, es decir a mi tía, que si un día lo ve con la intención de
hacer tal cosa ya le puede detener sin reparar en los métodos.
Me despido de
los tertulianos, no he dicho nada en el rato que he estado allí porque no me
parece bien hablar delante de gente de más de setenta años; ya discuto con los
de mi edad, con los mayores solo se escucha y si se puede se aprende. Mi tío me
dice que él nació en el treinta y siete, ¿qué puedo decir yo ante eso? Nada. Mi padre me recuerda que en un par de días será su
conferencia sobre las mujeres y el bolero, yo me acordaba perfectamente. Voy a
visitar a mi madre y comentamos juntos unos poemas que ha escrito, le digo lo
que me parecen, alabo especialmente unos sonetos muy bien hechos, aunque todos
son bastante buenos y como llego tarde a buscar al niño al campamento no tengo
tiempo de profundizar mucho. Mi hijo sale muy contento y me cuenta que ha hecho
un taller de cocina, han cortado fruta y le han echado chocolate por encima, le
pregunto si ha comido mucho y me responde que, una vez terminado, lo que han
hecho daba un poco de asco y que no lo ha probado. Vamos para casa por el
muelle, bordeando el mar, mirando la playa fría y el mar centellante, hay nubes
rosadas y blancas, pero también claros por los que se cuelan haces de luz que
reverdecen el océano, la voz de mi hijo se entremezcla con el sonido del viento
entre los árboles, con el aroma de las algas, el graznar de la gaviotas, el
tintineo de las velas de los barcos y el sonsonete del tiempo perdido entre la
bruma lejana, mi respiración y el calor de su mano en la mía.
Amigo, creo que me van a encantar estas crónicas. Está claro que la sección provincial-local de las noticias da mucho más de sí. Y me encanta que las cosas den de sí. Como el tiempo en vacaciones como las que describes. De hecho, el título del libro de Proust para mí ya no es una referencia a ese sentimiento tan galaico ( y que ha sido, en mayúsuculas, el nombre de algún bar), “Morriña”. Yo ahora me lo tomo más bien como el libro de “perder el tiempo”,es decir, de esos periodos en los que podemos disfrutar más a conciencia de lo que nos rodea- viento, paisajes, personas - porque no tenemos tantas obligaciones. Esa clase de tiempo me parece valiosísimo especialmente cuando, como diría Manolo García, “ hoy cierro yo el libro de las horas muertas”.
ResponderEliminarYo he llegado más allá de la página 15 (y quiero decir 15, no 3) pero tampoco tengo muchas esperanzas de acabarlo algún día. Y no me preocupa. Te confirmo que página tras página sigue levantando catedrales literarias ante tus asombrados ojos. O sea, que sé que disfrutaré cada página como un poema y que voy a disfrutar más releyendo algunas,regodeándome, que avanzando.Si no llego al final, tant pis.
Por cierto, hoy casualmente se ha publicado otro artículo sobre “un verano con Proust”. Lo comparto con vosotros a ver si os parece que podríamos calificar la metáfora de la pecera de proustiana:
https://elpais.com/cultura/2019/08/31/actualidad/1567256064_423040.html
Me he paseado igual que tú por esa calle, he tomado un corto con un pincho de empanada -gratis- en uno de los muchos bares del pueblo, he asistido a algunas de las tertulias de ese bar al que te refieres, he leído La Voz de Galicia todos los días, he cogido la mano de mi nieto de siete años y he sentido tanta ternura y felicidad que no hay con que compararlo. Y no he leído a Proust, lo he visto en una de las estanterías de mi casa años, media vida, y he pensado que debería leerlo, pero lo he ido posponiendo y ahora, a mis 76 años, cuando me ha llegado el momento de hacer sólo lo que me apetece mucho mucho, pienso que tengo tantas cosas por delante que me interesan más que voy a seguir aplazando su lectura no sea que no me dé tiempo a hacer lo que verdaderamente tengo ganas. Si algún día consigues acabarlo, espero tu informe, que leeré con gusto como todos los que haces
ResponderEliminarMe ha encantado Juan.
ResponderEliminarPor un momento, he vivido contigo la belleza, la calma y la serenidad de esas tierras Gallegas qué a mi tanto me atraen.
En cuanto a Proust, es para una discusión más larga.
Un saludo.