Informe 19: Crónicas galaicas II (Unos amores de Swann)


Mucho tiempo he estado acostándome temprano. No lo digo como algo intrínsecamente malo ni bueno, solo lo comento porque el hecho de trasnochar constituye, dados los precedentes, un cambio. En agosto algunas cosas son diferentes, otras permanecen inalterables, en ese equilibrio reside la felicidad del veraneante, en que las mutaciones ocurran en las materias que interesan y en la justa medida requerida. A veces las personas precisamos tumultos y otras estados quedos. La verdad es que no existe una fórmula para la dicha estival, hay que conocerse bien para afinar y acertar con cada verano y sus circunstancias. Oscar Wilde dijo que solo la gente superficial llega a conocerse bien a sí misma, así que tal y como yo lo veo solo queda una opción: hay que tratar de ser cada día un poco más superficial para ser feliz en verano. El problema está en que ese proceso solo se logra a través de una profunda reflexión que nos provea de la capacidad de simplificar, de desarroparnos del pensamiento filosófico, intelectual o estético y las inquietudes que de estos se derivan. Así que, no nos engañemos, dicho proceso es una contradictio in senso, o sea que nada, que como siempre no hay solución posible al acertijo de vivir, ni siquiera en el mes de agosto.
Como no puedo leer Proust, he emprendido otros caminos, que no el de Swann. El verano pasado me leí una novela negra sensacional del escritor brasileño Rubem Fonseca titulada Bufo y Spallanzani, me la prestó Andrés Prieto, mi amigo y miembro fundador del Club de Amigos Bartlet-Crane. Tras el éxito de aquella elección, he reincidido y me he llevado de su librería otra novela de Fonseca con el sugerente título de Agosto, y debo decir que ha resultado otro préstamo exitoso y satisfactorio, muy recomendable. He decidido que cada verano leeré un libro de este autor y que siempre procederá de la biblioteca personal del Sr. Prieto. Me consta que hay un buen número de novelas publicadas, así que calculo que tengo, por lo menos, una docena de veranos resueltos. Aprovecho pues este artículo, y la plataforma que el propio Andrés creó, para anunciarle la importancia, la necesidad, de que adquiera la obra completa de Rubem Fonseca; la edición de RBA tapa blanda es aceptable, él ya sabe que no soy quisquilloso para una novela que me voy a llevar a la playa.
Mi amigo Andrés estuvo en Galicia y ahora está en Creta, en Knosos, en Heraclion y una suerte de lugares increíbles de esos que no te permiten relajarte, y antes de irse le pedí que me prestase la última novela de Javier Pérez Andújar La noche fenomenal, que él se estaba leyendo, de modo que tuve que apremiarle para que la terminase antes de marcharse. Yo no podía leer a Proust y necesitaba un libro. Tengo que decir que es una novela irregular, tan deslavazada y loca que, por momentos, resulta aburrida y redundante en su propósito. Sin embargo, la simpatía que me genera la propuesta hace que me parezca una obra de obligada recomendación: es una historia salpicada de buenas ideas y frases geniales que no logran mantener un artefacto sostenible, y es probable que ni puñetera falta haga. No todos los libros se escriben para ser redondos, ni para cuadrar perfectamente la trama, ni cuadrar el círculo, ni triangular los vértices, ni todas esas geometrías histéricas. Me da que pensar la cita inicial del libro, de La búsqueda del Santo Grial, ni más ni menos que del siglo XIII, luego lo hablamos.
Mi hijo y yo caminando por el muelle, bordeamos el mar, la playa fría y el mar centellante. Hay nubes rosadas y blancas, pero también claros por los que se cuelan haces de luz que reverdecen el océano, la voz del niño se entremezcla con el sonido del viento entre los árboles, con el aroma de las algas, el graznar de las gaviotas, el tintineo de las velas de los barcos y el sonsonete del tiempo perdido entre la bruma lejana, mi respiración y el calor de su mano en la mía. Tira de mí y me saca de la ensoñación en la que me sumía el paisaje y el momento, me cuenta que en el parque una niña se ha creído que era minusválida y se ha subido en un columpio destinado a esas personas. Yo trato de rectificarle y digo que seguramente la niña no se ha percatado del tipo de columpio en el que se montaba. Mi hijo desacredita totalmente esa teoría haciéndome ver que en el columpio en cuestión hay un cartel que explicita su naturaleza y destinatarios, así que lo más probable es que la niña se haya percibido a sí misma, al menos transitoriamente, como discapacitada. Seguimos andando en silencio y luego le recomiendo que es mejor referirse a esas personas como «gente con capacidades distintas», y él me responde extrañado que si son como los Avengers, le respondo que no y sigo paseando en silencio, confuso. El niño añade que no cree que sean como los Avengers, que puede que un poco como Hulk, pues es al único al que se imagina no sabiendo leer el cartel de un columpio. Yo busco un lugar donde comprarle un helado a ver si se del olvida el tema y dejo de sentirme como si fuese a tener un ictus.
Mi mujer y mi hijo, que va degustando un helado de galleta Oreo, se alejan por el muelle mezclándose entre los paseantes que curiosean en los tenderetes. Yo me siento a tomar un café con mi amigo Jose; mi familia siente un enorme cariño por la suya desde que yo tengo uso de razón. Hablamos de todo un poco, de inapetencias, parones, bloqueos y continuaciones, de cuando uno no lee poesía aunque le guste y lo desee, hablamos de cuando un verso es un mundo imposible de abarcar con nuestros brazos cansados. Mientras miramos el paseo, el mar y la gente que pasa, pienso en el concepto de spleen romántico, en esa especie de somnolencia, ese tedio existencial, casi cósmico, un aburrimiento que parece no tener fin. Recuerdo cuando, de pequeño, mis padres dormían la siesta los domingos por la tarde y yo deambulaba por la casa, arrastrándome, abatido por la inacción, la náusea hacia mí mismo y hacia todo lo que me rodeaba, sin atisbar nada que pudiera salvarme de aquella abulia; peor aún, embargado por la certeza de que no existía en el mundo un remedio para mi saudade eterna. Pienso en hablarle a Jose de mi incapacidad para leer Proust, pero no estoy seguro de querer empezar esa conversación, así que digo en voz alta la frase «en busca del tiempo perdido» y luego suspiro, a lo que mi amigo responde mirando al mar simplemente con un sí, puede que también algo resignado. No sé cómo interpretarlo, así que no lo hago. Me gusta a veces decir frases que tienen que ver con lo que pienso y no he dicho, solo por divertimento íntimo o como cebo, a ver si pesco algo en la cabeza de los otros. Creo que los gallegos llamarían a esos breves comentarios «miñocas mentales». Traen de tapa un trocito de pan con un boquerón encima, miro fijamente al camarero un segundo durante el cual pienso que no he pedido nada y que a ver cuánto cuesta esto, y luego digo gracias e inmediatamente me lo meto en la boca experimentando el doble placer de lo bueno y gratis. Jose me habla del kairós, del momento adecuado, el momento justo que uno espera para que suceda algo importante, puede que la manera de encontrar el tiempo perdido no sea saliendo a buscarlo, sino sentándose a esperar a que llegue ese instante, ese momento dorado en el que la geometría histérica cuadre todos los círculos que hay dentro de los círculos que hay dentro de los círculos.
Voy a ver a mi padre a su tertulia de vermut en el bar El Puente. Allí se comenta el éxito de su conferencia «Las reinas del bolero», título del ensayo homónimo (pendiente de publicación) que versa sobre las intérpretes y, sobre todo, las compositoras de boleros a lo largo de la historia y sobre todo durante la década dorada del género, allá en los años cincuenta (para los milenials especificaré que hablamos del siglo xx) En efecto, la charla fue todo un acontecimiento, amenizada y aderezada por dos bailarines que hicieron las delicias de los asistentes, y durante la misma sonaron desde Toña la Negra a Mayte Martín, e incluso mi padre se atrevió a cantar fragmentos de alguna pieza que consideró digna de ser rescatada. Tengo que decir que se acompañó él mismo con la guitarra, y que en realidad era mi guitarra y no pude evitar sufrir con los sonidos discordantes de un par de cuerdas absolutamente desafinadas. Creo que mi padre debe ser de las pocas personas que es capaz de cantar y tocar una guitarra muy fuera de tono sin que apenas nadie lo perciba, quizás porque ni él se da cuenta o porque no le importe los más mínimo. En ese caso sería algo muy punk y habría inventado un género nuevo: el punkolero, con grandes éxitos como «Contigo aprendí a liar porros», «Sabor a mi polla» y «Si tú me dices ven te mato».
Al final del evento todo el público cantamos juntos «Toda una vida», resultó emotivo. Sin embargo, no creo que la letra de esa canción sea exactamente de amor. El estribillo con el que comienza, la idea fuerza del asunto, es lo de que «toda una vida estaría contigo», y hasta ahí correcto; luego dice que no sabe cómo, ni cuándo, pero siempre juntos(aceptamos que nunca es fácil, en ninguna relación, el cómo ni el cuándo) Pero atención porque la cosa se complica en la siguiente estrofa:

No me cansaría de decirte siempre,
Pero siempre, siempre,
Que eres en mi vida
Ansiedad, angustia y desesperación.

Ojo, a ver, esto ya es más delicado e inquietante. Según Osvaldo Farrés, autor de la pieza, no se cansaría de decirle a la mujer amada, con la que quiere estar ni más ni menos que toda una vida, que ella es ¡ansiedad, angustia y desesperación! No lo entiendo, ¿por qué? ¿Por qué, Osvaldo? Estamos en el auditorio y todo el público presente canta embriagado la canción, algunas miradas se humedecen y vivimos un momento de comunión tierno en torno a esa melodía, mi padre nos acompaña a la guitarra desafinada y yo no puedo dejar de pensar en que estamos diciendo algo muy raro y muchas preguntas me vienen a la cabeza. ¿De qué clase de relación estamos hablando? ¿Qué debe de pensar ella de un tipo que no se cansa nunca, pero nunca, nunca, de decirle que para él ella es ansiedad, angustia y desesperación? Hay algo brutal en esa reiteración, en ese no desfallecer mientras le dices a alguien «eres ansiedad, eres desesperación, angustia, no me cansaré jamás de decírtelo, te lo repetiré toda una vida». La pregunta que nos viene a la cabeza es: ¿en qué momento algo de todo eso es bueno? La gente paga mucho dinero a su psiquiatra para evitar la ansiedad ¡por favor! ¡Media humanidad se pierde todos los domingos por la mañana para evitar la angustia! ¿Hay algo de masoquista en Osvaldo? ¿Celos enfermizos? ¿Hay algo oscuro, violento, irracional, turbador, bajo esos melosos acordes? ¿Es realmente un punkolero? Termina la canción y nos fundimos en un aplauso conmovido, pero yo sigo perplejo.
Volvemos paseando como siempre junto al mar, mi mujer trata de encontrar algún sitio para cenar, el niño se distrae observando cómo unos niños juegan en la arena, en los estertores de un día de playa, en bañador y jerseicito con la cena enfriándose en sus casas y alguna madre en el balcón oteando la arena con la mirada iracunda. Al final nos sentamos en un buen lugar y pedimos unas raciones, sigo absorto y estoy a punto de preguntarle a mi mujer qué opina de la letra del bolero, toda una vida… no sé, eso es mucho o un suspiro. Solo se me ocurre para apaciguar mi exégesis delirante que, en realidad, esa relación no exista, que el condicional «te estaría mimando» signifique que nunca han hablado, que ella es una ensoñación y esa falta de arrojo para acercársele sea lo que lleva al autor a decirle que, para él, se ha convertido en pura desesperación. Puede que sea un amor de Swann, de oídas, como el que yo siento por Proust aunque no lo haya leído, un amor inventado, íntimo, solitario, hermoso a su manera, aunque casi deshabitado.
En Galicia hay gente bastante orgullosa de sus cosas, muy amante del nacionalismo folclórico. Por un lado les cuesta hablar su propia lengua y leer a sus autores, pero pueden luchar hasta la extenuación por defender que en su tierra se come y se vive mejor que en ningún sitio del mundo. Me parece tristemente habitual que la gente, en paticular la que ha viajado poco, tienda a minimizar los encantos de otros lugares respecto a los de su terruño. Me pasa constantemente que cuando degusto las maravillas del producto gallego alguien me dice con una sonrisa henchida de superioridad y orgullo «¿qué, de esto en Barcelona nada, eh?». Me llama la atención, porque me pasa muy a menudo y es algo que a mí nunca se me ocurriría hacer con alguien que visitase Barcelona, da igual de dónde procediese. Creo que tiene que ver con el carácter del barcelonés; desconozco y no me interesa demasiado lo que piensan el resto de los catalanes, pero el oriundo de la ciudad condal se ha acostumbrado a odiar y amar su ciudad a partes iguales. Creo que la mayoría de nosotros consideramos por muchas razones, acertadas o no, que Barcelona es maravillosa, pero a la vez no nos gusta alabarla sino más bien ser severos con ella, como un padre que, estrictamente por su bien, tiende a comentar más los defectos que las virtudes del hijo.
Estamos en Coruña tomando algo con unos amigos y amigos de unos amigos, unas diez personas alrededor de unas mesas de madera altas, de pie, en la terraza de un bar. Hemos visto un concierto de Patti Smith ante sesenta mil personas en la playa de Riazor y ha sido sobrecogedor, con pasajes muy hermosos e intensos. La crítica de La Voz de Galicia del día siguiente lo relata como épico, y dice que por momentos nos sentimos inmersos en la inocencia sesentera y la hondura del verso libre y poderoso de lo que quiso ser, nunca fue y menos aún será. Mientras degusto una tapa de pulpo, uno de los presentes no puede evitar soltar la frasecita en cuestión. «No, no —digo sonriendo mientras termino de tragar—, tan bueno como este seguro que no», y doy un sorbo al vino blanco. Mi interlocutor vuelve a la carga sobre todo lo que en Galicia sí saben hacer y en Catalunya no (me imagino que luego vendrá la explicación tutorial sobre cómo somos los catalanes y «nuestro problema»; lo siento pero no me acostumbro a que alguien que ha estado dos días en Port Aventura me dé lecciones de lo que está pasando en mi casa). Ameniza todo con comentarios de cómo las cosas se arreglan rápidamente cuando se hacen «a la gallega», repitiendo mucho esa expresión que yo identifico como impúdico sinónimo de «excelentemente hecho». Puede que me dé por poner la mente en blanco mientras sigue hablando y diga un poco sin pensar que «una cosa hecha a la gallega puede ser de derechas y vestida de Zara». El tipo se queda callado de pronto y se le inyectan los ojos en sangre —o quizás ya los tuviera así antes, no lo sé— y se hace un silencio un poco aterrador, de repente me recuerda a Jack Nicholson. Su lenguaje corporal es como el de los vaqueros en los westerns. No sé si lo que le ha molestado ha sido la broma fácil de la derecha o que pronunciase en vano el nombre de Amancio, y nunca lo sabré porque llegan las zamburiñas, alguien propone un brindis y la indignación se disipa. Dejar enfriar el marisco para pelearse no debe de ser un comportamiento nada «a la gallega».
Al día siguiente volvemos al pueblo. Otra vez regresamos de la playa casi al anochecer, la luz se obstina rojiza tras los árboles y el mar, nunca se extingue como la mancha de vino, persiste, resiste la blancura mítica de la noche. Oteo el horizonte, observo las nubes rezagadas de las demás, rosadas, antiguas, viajando en silencio al cementerio del día. Enciendo un cigarrillo y pienso en la cita de La búsqueda del santo Grial. Le pido a mi mujer que se adelante con el niño y se vayan duchando, que yo me quedo unos minutos contemplando la puesta de sol. Los bosques se han ennegrecido y parecen garabatos misteriosos llenos de historias vivas en cada pincelada, las farolas del paseo se han encendido y una brisa fría y salada de mar me endurece el rostro. La cita de la que hablo dice literalmente: «Vayamos a buscar lo que no encontraremos». Me impresiona, me impresiona ese ánimo inquebrantable, esa fe, esa fiereza en el corazón que nos impulsa a salir a los caminos a buscar el grial de cada uno, qué honradez con el fracaso. No creo que haya otro modo, hay que ir a batirse el cobre, enajenado, por los amores de Swann, los amores que nunca lograré leerme, que nunca conoceré más que de oídas y, sin embargo, merecerán el mejor y más robusto de mis afanes. Hay que hacer de cualquier momento el momento oportuno, el kairós no nos sobreviene, simplemente es nuestro. Hay que buscar el amor de Swann en el amor ya conocido, en la marea que se fue y en la que viene, en las rutinas ignotas, en las arrugas de la memoria, en las bolas de cristal. Hay que buscar el amor de Swann en el camino que lleva a Swann, lejos de la lejanía, en el mismo centro de todas partes, hay que buscarlo en el final de lo infinito, en el futuro del pasado, hic et nunc.
Hay que buscar el tiempo perdido, precisamente porque está perdido, extraviado en el pasado que ya nunca volverá, allí en el jardín sin mañana, con los besos que no dimos y también de otro modo perdido, sin esperanza de ser conquistado, como las batallas imposibles de ganar, a las que uno va a morir con dignidad, porque, ay amigos, qué es si no la vida.

Comentarios

  1. Leo tu informe hoy y recorro contigo ese camino de Swann que tu has recorrido y me gusta acompañarte por él. Me abres puertas de paisajes atractivos y bellos, me haces reír y sonreír, degustar y saborear, oír y compartir conversaciones más o menos intensas, vivencias con tu familia, ¿qué más puedo pedir si me abres tu mundo y me dejas entrar en él? El escritor que te arrastra, que te introduce en su relato y despierta en ti todos los sentidos es el escritor que yo admiro. Te seguiré leyendo.

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  2. Me ha dado zarpazo la frase "Vayamos a buscar lo que no encontraremos". La recherche, the quest, la recerca, der Suche... Así nos pasaremos la vida, dando palos de ciego, buscando algo... quizás algo que creímos acariciar alguna vez, tal vez lo que solo vislumbramos en sueños. Hay propósitos mucho menos nobles que tratar, una y otra vez, de ir en En busca del tiempo perdido. Yo te acompaño.

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