Informe 20: Crónicas galaicas III (Los nombres de las tierras. El nombre)
Mucho tiempo he estado
acostándome temprano. Y debo acostumbrarme de nuevo a lo que, al fin y al cabo,
llevo haciendo desde hace quince años: a las once a la cama. Las vacaciones de
profesor son largas y merecidas, dos meses maravillosos en los que, al menos
por ahora, se recupera la vocación y la paciencia. Pese a ello tienen sus
inconvenientes, uno de los cuales es que se olvida tan profundamente el oficio
y sus contornos que pareciera que se comienza una nueva vida y, desde luego, es
una vida mejor. En esa nueva singladura no se renuncia a nada de lo bueno, pero
no se madruga, no hay horarios estrictos, las costumbres se relajan y, sobre todo,
no se trabaja. Hay mucho tiempo para leer, para tomar café con churros por la
mañana, tomar té por la tarde, bañarse en el mar, pasear por la playa,
reflexionar al atardecer, fumar en el porche y conversar hasta convertir la
noche en un trasnoche. También es una etapa idónea para estar con tu familia;
no comprendo a las parejas que se separan en septiembre porque no se soportan
en agosto. En resumen, es difícil volver, de pronto se hace arduo regresar a lo
que sucede normalmente, a lo que se suele cruelmente llamar «la vida real».
Creo que el estadio vacacional es también real; sin embargo, para las personas
que gozamos de periodos prolongados llega a producirse un fenómeno de cierto
espejismo, por el cual se renuncia al antiguo hábito de ejercer una profesión
para abrazar los días de descanso como si de un desempleo permanente y pagado
se tratase. Se vive en esa ilusión y, como digo, se estrena un modo de
desenvolverse que termina por aceptarse como el habitual, el que ya va a ser
así para siempre; craso error. De repente,
una mañana, la prensa le recuerda a uno algo, a veces un simple detalle
sumergido en las profundidades de la psique (no citaré la repostería francesa)
y, entonces, emerge la vida real como un tiburón, sacando su enorme
cuerpo del agua, con la mandíbula batiente, casi desencajada, llena de dientes
triangulares, afilados y sangrantes de la carne de tu vida anterior. Lo sé:
dramas modernos. Sé que mucha gente tiene diez días de vacaciones, sé que se
enfurecen cuando les cuento la dura transición que vivo cada verano, pero qué
puedo hacer yo si es lo que me pasa.
¿De qué quieren que hable? ¿De mis interminables jornadas en el despacho? ¿En
la fábrica? ¿De los márgenes de beneficios? ¿De mi ascenso? ¿Del trepa de
López? ¿Del coche nuevo de empresa? Tienen que verlo por el lado bueno, tener
solo dos semanas de vacaciones hace que no puedas acostumbrarte a algo irreal,
tampoco tienes mucho tiempo para reflexionar sobre el trabajo que tienes o la
vida que llevas, cuando empiezas a desconectar ya te pones a pensar que tienes
que volver, el trabajo no se te acumula demasiado… No sé, haberte hecho
maestro, qué quieres que te diga.
El verano se
termina y el pueblo empieza vaciarse, la ilusión se desmorona y los lugareños
vuelven a la normalidad que les robamos los foráneos. Me siento en una
cafetería delante del mar con un amigo, le da un sorbo a su cerveza, me mira
tranquilamente y me confiesa que sinceramente quiere nos vayamos, no lo dice
por mí específicamente, sé que me aprecia, pero en realidad voy en el conjunto;
como dijo Lola Flores: «Si me queréis, irsen»; pues eso, dejadnos en paz. Hay
muchas cosas de los gallegos que me gustan, por ejemplo, no se han acostumbrado
a que les traten mal, ni a que les cobren dos veces más de lo que cuesta. No son
clientes timoratos que aceptan la estafa sin protestar mientras piensan «bueno,
con no volver…». No son sumisos con los turistas ni les rinden pleitesía, sino
que les atienden a su manera, a veces peculiar. Me gusta que usen expresiones
graciosas como «a mayores»: «No quedan chocos, a mayores calamares», que usen
tiempos verbales extraños «nunca lo viera», «se lo dijera a María, pero no me
hiciera caso», o «palaño»: «Palaño hiciera muy bueno». Me fijo también en los
infinitivos «voy comprar y ahora vuelvo», que me parece una influencia del
portugués; me encantan esos participios metidos en perífrasis «no doy acabado
el libro» o la simplificación de los grupos consonánticos cultos «me voy direto
a la cama», «tire usted todo reto». También disfruto de sus costumbres y
talantes: no paran de hablar del tiempo y de la comida, a veces de las dos
cosas a la vez «como dan lluvia para el martes, iremos a Betanzos a comer
tortilla». Yo sospecho que en ocasiones no hay una causa-efecto para tales desmanes culinarios, así que yo
trato de mimetizarme con las costumbres locales y le digo a mi mujer que ha
amanecido nublado, así que habrá que comerse un chuletón.
Dejo al niño
en su último día de campamento y vago por el pueblo, llueve. Llevo puesta una
chaquetilla y pantalones cortos,
que es un look muy del verano gallego. Me siento en un bar y miro la ría, que
nunca es igual, depende de la marea y de la luz. Es el mismo paisaje y nunca es
el mismo, la misma tierra que cambia todo el tiempo, solo mantiene el nombre.
Pienso en la tercera parte de En busca del tiempo perdido, y supongo que
el problema empieza cuando comienzas a ponerle nombre a la tierra, cuando la
bautizas como a un niño y piensas que te pertenece, que le perteneces, que es
tuya, que os debéis algo, que es carne de tu carne y debes protegerla y dotarla
de cualidades que no tiene. No tengo, por desgracia y vergüenza mía, ni la más
remota idea de qué trata esa tercera parte del libro de Proust, pero, para mí, que disfruto de la ría precisamente por su belleza
efímera y tornadiza, casi caprichosa, el horizonte no es distinto a lo que mis
pies pisan. La tierra es solo el suelo de los que la comparten, la trabajan, la
descansan o simplemente la contemplan, es el suelo de los que nacieron en ella
o están de paso, es el camino, el valle, la montaña por la que desciende el
rio. En qué momento decidimos ponerle nombre como si la tierra existiese, como
si fuese algo con identidad; la tierra desaparece cuando no tiene unos pies
encima, no es nada. Así que quizás, tras el primer error que fue darles un
nombre a los pedazos del mundo, vino la siguiente absurdidad: darles
importancia a esos nombres. Nunca he comprendido por qué la gente se cree que
su nacionalidad es importante, casi como un designio que les define. Si sus padres
se hubiesen ido a vivir a doscientos quilómetros tres meses antes de nacer
ahora serían de otro lugar, si hubiesen nacido unos cientos de años antes, es
posible que su pueblo o su ciudad ni siquiera llevase ese nombre y la gente de
ese entorno no se pareciese en nada a la actual, ni tuviesen costumbres
parecidas, puede que ni se entendieran aun hablando la misma lengua. Para mi
desazón, últimamente hablo con mucha gente que tiene el nombre de su tierra
continuamente en la boca, y habla de ella como si fuera un ídolo ante el que
hay que doblar el espinazo, un estandarte totémico que explica nuestra
personalidad pero que, sin embargo, se muestra totalmente deshumanizado, como
si la abstracción de la idea de un territorio, es decir, el concepto de patria,
importase más que la gente que la habita y ha inventado ese mismo concepto. Me
recuerda a esas personas que aman tanto a su perro que creen que el pobre
animal piensa y siente cosas complejísimas, lo miran y ven en sus ojos, en su
conducta, un trasunto de lo que ellos mismos piensan o sienten; se llama pura
personificación. Creo que un fenómeno parecido se da con las nacionalidades, la
gente vuelca en ellas todos sus anhelos, todo lo que les gustaría que fuese el
mundo, mitifican la tierra, la endiosan y la ficcionan hasta convertirla en la
más deseable de las mentiras, no tiene defectos porque no es humana y, pese a
ello, se le pone un nombre y se la ama como si de verdad existiera. No es
extraño querer a algo o a alguien que no existe, es fácil, la cosa se complica
cuando debes convivir y tener estima por los que de verdad respiran a tu lado y
no piensan como tú.
La cocina
gallega apenas existe, no les hace falta. En Galicia cuentan con un producto
que a menudo sufre con elaboraciones abusivas, la línea simple le sienta muy
bien. Tras dejar la primera cafetería paseo por el muelle y me meto en un bar,
pido un vino (godello), la ría sigue ahí, pero ya no es ella, es otra. Me traen
una tapa que se compone de un cachelo (no es pataca minuta) y un trozo de
chorizo, me parece que la palabra que busco para ese detalle es caritativo. Empieza a llover con más
insistencia, el verano agoniza, la gente pasa por el muelle sin inmutarse
demasiado y me parece que esa situación meteorológica pide a gritos una
equivalencia culinaria, pido otra tapita de chorizo pero el camarero me dice
que no, que esa tapa va con la bebida, le especifico que no la quiero gratis,
que me traiga otra y la pago, tampoco acepta, me dice que se reservan para
darlas con el vino, me siento confuso pero acepto. No quiero beber más, así que uso otra estrategia:
miro la carta y pido una tapa de callos. El camarero sonríe y me explica que la
tapa de callos se da con la bebida los lunes, que no puede ser, que hoy solo
dan chorizo. Yo examino mis posibilidades y entorno la mirada como tratando de
descifrar el sentido del universo, entonces se me ocurre que podría pedir una
ración entera de callos y comerme solo la mitad, pero tampoco puede ser porque
además —esta información no se me había dado desde el principio no sé por qué—
no les quedan. El camarero, que se ha solidarizado con el que ahora ya es
nuestro atolladero compartido, tiene la idea de ofrecerme una ración de
empanada de sardinas (xoubas); me avengo. Lo inevitable es que la
empanada me da sed y pido otro vino,
que viene, ya lo habrán adivinado, con una tapa de chorizo. Llamo a mi mujer
por teléfono y le digo que no sé si voy a poder comer al mediodía, me pregunta
el motivo y yo le respondo, muy seguro de mi lógica, que porque se ha puesto a
llover.
Unos días
atrás fuimos a visitar a nuestro amigo Alexis a su casa de Oleiros, le hablé de
Proust y me dijo que a él,
que es buen lector, también
se le caía de las manos, pero, a diferencia de a mí, con cierta antipatía, le
irritaban esas frases presuntuosas. Me interesa ese dato, porque él lo lee en
francés, así que no es una cuestión de la traducción —mis sentidas disculpas a
Pedro Salinas y su traducción que, como yo sospechaba, debe ser rigurosa y
acertada—. La velada es encantadora, los niños juegan en el jardín, se bañan en
la piscina y los adultos conversamos placenteramente, sintiéndonos en familia.
Acompaño a Alexis al piso inferior e inspeccionamos la bodega, él es un
entendido del vino en su sentido más carnal, pero también filosófico. Tras
observar varias botellas interesantes por distintas razones, algunas
consideraciones en voz alta y deliberaciones silenciosas, decide abrir un Vega
Sicilia del noventa y nueve, lógicamente también me avengo. Recuerdo que, hace años, Alexis me dijo que
beber vino, como todo en esta vida, debía ser un acto, a poder ser compartido, de generosidad con la gente
a la que quieres, que se debía abominar de esas grandes botellas que solo
tenían nombre (a vueltas con el nombre), precio, engreimiento, casi petulancia.
Sentado en su porche empecé a pensar en la tierra, el terruño que engendra a la
vid, la mineralidad del alma humana girando en la copa del mundo, el subsuelo,
el suelo, la flor, el aroma en el viento, el sabor que comienza en las pupilas,
luego llega el calor, el azúcar, la acidez en la garganta, el equilibrio
mágico. Pasamos la tarde en un suspiro y damos por terminada la feliz velada.
La botella de Vega Sicilia estaba en mal estado y no nos la pudimos beber, pero
con ello se demostraron varias cosas: en la copa, en la boca, no hay nombre que valga, aviso a
los mitómanos de las etiquetas, a los que le ponen nombre a la felicidad para
que dure, para conservarla a nuestra disposición, a nuestra conveniencia, creo
que no funciona así. También queda claro que, efectivamente, abrir una gran
botella para compartirla es un acto de generosidad y me parece que, a la
fuerza, esas noblezas nos tienen que liberar de las pesadumbres del mundo; la
bonhomía nos hace más libres, más sabios y le da sentido a todo esto.
Hay que volver.
El último día lo pasamos haciendo el equipaje, mi mujer resopla hacendosa, no
hablamos demasiado. El niño dice que tiene ganas de volver a casa, al colegio
(ya crecerá), a ver a sus amigos. Yo lleno la maleta de los libros resignado,
un año más Proust me ha vencido, por eso él escribía catedrales y yo no soy muy
de rezar. Se nota que el pueblo está regresando a la normalidad preotoñal, pero
claro no va a ninguna parte, ahí se queda, los que vamos marchar somos
nosotros, bueno, palaño volveremos. Salimos temprano, la playa parece un
desierto, la marea está bajísima, quién sabe a dónde fue por la noche. Hace
frío, el muelle está vacío, no hay nadie en el paseo,
parece una fotografía, estático, detenido en un momento. Cerramos la casa,
hacemos recuento para no dejarnos nada, el cielo comienza a blanquear y orballa
una bruma casi imperceptible, nos montamos en el coche y nos miramos, mi mujer
suspira y comenta que cada año nos vamos con un poco de saudade, bueno, no hay
que dramatizar, será un buen curso, tenemos proyectos ilusionantes. Pero
constatamos que nos encanta esto, nos encanta estar en este pueblo, en esta ría
esquiva, perdiendo el tiempo en buscarlo, aquí, en nuestra otra casa, allí, en
Galicia, o como sea que lo llamen.
Pura poesía, como la "ría" en lugar del "río".
ResponderEliminarM'agrada llegir-lo més d'un cop, el informe. Però avui encara no ho he fet. Això no vol dir que no ho faci. M'ho he passat tan bé! Hi ha una mica de tot. La Terra com a sinònim de pàtria; la ria com moviment de vida; el menjar i el beure com amistat i subsistència i plaer; el treball com "no hi ha més remei", però tampoc està tan malament; les peculiaritats com maneres particulars de ser i de fer que cal prendre-s'ho com el que són... I l'amor, el de parella i el paternat, que no falti, és un bon motor per seguir vivint. Fins el pròxim!
ResponderEliminarl
es que me gusta lo que leo me gusta mucho es ameno es simpatico es serio i es a veces comico una comicidad seria que te que te hace reir con resp
ResponderEliminareto vamos que me gusta todo y mucho