Informe 21: El mal nombre


Vivimos tiempos de cambios. ¿Qué ser humano de los últimos doscientos años no ha escrito, pensado o dicho alguna vez esto? Y esta frase, que en algún momento sirvió como la descripción de una revolución en ciernes, se ha convertido ahora en el síntoma de algo conservador, el conservadurismo de los cambios, podríamos llamarlo. Un fenómeno sintomático de una época como la nuestra, donde la izquierda se ha convertido en el adalid de conservar las ruinas de lo que fue el Estado del bienestar, mientras los antiguos conservadores son ahora la vanguardia revolucionaria que quiere arrasar lo viejo para volver a lo vetusto.
            En esta época de cambios que es la nuestra, vislumbramos posibilidades que nos aterran y fascinan a la vez: quizá la ingeniería genética se alíe con la moral futura y permitan ambas que los humanos por nacer sean ya a gusto de sus padres: altos, rubios, esculturales, de buen carácter... ¿Por qué, a fin de cuentas, tendría que resultar algo de malo ser más sano, guapo y de mejor carácter? Sobre el papel, no, de hecho, no se me ocurre argumento alguno en contra. Pero hay algo que no me convence a nivel visceral. ¿No será lo mismo, con un nuevo envoltorio, que muchos padres han defendido a lo largo de la historia de la humanidad: es decir, moldear a sus vástagos? Puede que ahora salga bien, pero si nos remontamos al pasado, veremos que el tiro suele salir por la culata en estos casos.
            Una de las maneras que el ser humano ha concebido para dominar cosas y personas ha sido darles nombre. Multitud de tradiciones, desde la Biblia a muchas otras, consideran que las palabras, los nombres reales de las cosas, tienen poderes de creación, de dominio, de coerción: el auténtico nombre de Yahvé, la palabra en la frente del Golem, el enano llamado Rumpelstiltskin, los insultos de los aficionados en los campos del fútbol.
Y, naturalmente, el nombre que se da a los hijos. Hay razones de todo tipo: herencias familiares, estrellas de la música del momento, nombres que aparecen en canciones, ganas de demostrar que eres más del terruño que nadie, nombres vascos y canarios sin ser vasco o canario.
Las denominaciones tienen éxito o fracasan por motivos que suelen ser más bien absurdos, banales o musicales (¿a quién le gustaría que su ciudad se llamara Mierda? Naturalmente que a nadie, y por ello los emeritenses decidieron no respetar las leyes de la evolución lingüística en castellano y reformular el cambio de nombre de Emerita Augusta a un más digno Mérida).
            Sin embargo, entre los nombres que fracasan los que más entristecen a sus creadores son aquellos que han elegido para sí mismos. Solo debemos recordarnos a nosotros mismos de adolescentes cuando creamos aquel apodo o diminutivo tan molón y que, a partir de aquel momento, iba a ser a lo único que íbamos a responder cuando nos llamaran o se dirigieran a nosotros. Una ceremonia esta, a fin de cuentas, muy tribal, que no deja de ser la asunción de un nombre de adulto, pero, para que lo vamos a negar, en civilizado y cutre.
Lamentablemente, en la gran mayoría de casos, el adolescente adolece adolorido adónde vas, ejem, de la falta de autoridad intrínseca a su edad y es probable que ese nombre tan guay que se pasó muchas horas pergeñando muera poco después y solo quede en la memoria para el eterno ridículo y la vergüenza ajeno-propia de su yo adulto.
            Es muy difícil imponer a los demás cómo tienen que llamarte y el hecho de que a Mickey Rooney nadie le llamara «Michael» con más de noventa años, que José Jiménez Fernández siga siendo Joselito con más de setenta y que mis tíos continúen refiriéndose a mí como «Andresito» deberían hacernos pensar que finalmente quienes tienen la potestad de utilizar tu nombre y llamarte como les viene en gana suelen ser los demás. Para que no todos perdáis la esperanza, y como excepción a la regla, está la metamorfosis, digna de Ovidio, de Paquirrín a Kiko Rivera.
            Si tuviéramos que pensar en un tipo de personas que no deberían tener problemas para elegir un nombre adecuado son sin duda los escritores, y por qué no, si ampliamos el espectro, los artistas en general. Pero, como pudo comprobar Moisés en sus carnes, no hay profeta en su patria, en casa del herrero, cuchara de palo y la tierra prometida la verás, pero no la catarás (este último no tiene mucho que ver con el argumento general, pero me ha gustado cómo sonaba).
Esta gente que se dedica a crear desde la nada o desde el plagio deberían ser unos cracs en el tema y nadie tendría que venir a enmendarles la plana. Oye, Gabriel García Márquez decidió que su obra más conocida iba a llamarse Cien años de soledad y no ha habido ningún iluminado —de momento— que haya pensado en rebautizarla como Un siglo sin compañía. Tampoco nadie le ha corregido a Cervantes el nombre de su obra maestra y ha sacado una edición de Un loco y un necio por los caminos de España. No tuvo esa suerte Fernando de Rojas y su obra magna la conocemos por La Celestina, aunque se llame Comedia o Tragicomedia de Calisto o Melibea.
El fracaso es aún más punzante con los nombres de los movimientos artísticos: los modernistas —un nombre que, si reflexionamos un poco sobre él, lleva esta partícula con cierto retintín que es el sufijo -ista; «más que moderno, es modernista»— se denominaban a sí mismos «gente del espíritu», un nombre que no parece haber gozado de mucho punch. «Impresionistas» o «fauvistas» eran las burlonas denominaciones de unos críticos de arte que quedaron «impresionados» o «asustados por las fieras (pues esto quiere decir fauve)» al ver sendas exposiciones de los pintores de este movimiento. Ni siquiera la conocida Movida madrileña se salva de ello, pues sus integrantes se referían a este movimiento como la nueva ola, término que sí triunfaría en sus equivalencias, tanto musicales como cinematográficas en Brasil, Inglaterra o Francia.
Pero en esta época nuestra, que tanto lustre se da con la precisión histórica y temporal, y con las mañas de la reconstrucción ajustada del pasado, ¿cómo es posible esto, que no le devolvamos la voz a los creadores? Consolémonos de que suerte tenemos de catalogar a las culturas y épocas en general tal como se quería en su momento...
Aunque esto tampoco suele ser así. Dejaremos de lado el término renacentista Edad Media para referirse a una época que abarcaba la friolera de un milenio considerado decadente por ellos y que era un mero paso entre la gloriosa Antigüedad clásica y su recuperación. Tampoco diremos nada del peyorativo Barroco. A veces no respetar a los coetáneos nos sirve para ser precisos, pues, por ejemplo, los romanos no dejaron de considerarse una república en la que el príncipe, el emperador, el primer ciudadano no era en ningún caso un rey (recordemos que César es asesinado por el temor a que se proclame monarca, algo que los romanos detestaban más que nada). No se libran las culturas micénicas y minoica, de las cuales no sabemos cómo se llamaban a sí mismas (micénico viene de la ciudad clásica Micenas y minoico del mítico rey Minos, aunque la denominación es una creación del arqueólogo que sistematizó la excavación del palacio de Knossos y esbozó toda una cultura a partir de los restos que halló allí, ninguno de ellos escrito).
¿Quiere decir esto que toda cultura es adolescente hasta que madura y acepta el nombre que le dan los demás? ¿Que los apodos que te pone quien se burla a ti son más apropiados que el nombre al que has estado dando forma durante semanas? ¿Que a fin de cuentas lo que importa no es como me llamo, sino como me llaman? Se despide Andrés, Andresito, Andreu, Andrew, Andrei, Andi.

Comentarios

  1. Mi querido Andi, cómo me gusta que en estos tiempos de comicios interminables, de fascismos de doble, triple y enésimo filo, de emergencia climática, de hecatombe moral, de incertidumbre analógica y tantas y tantas otras mierdas que analizar, pongas tu foco en las palabras, los nombres, los nomen, aquello que, como bien dices, según los antiguos y los cabalistas, nos dota de vida y humanidad. Pues no es lo mismo sabio que sabiondo, amigo que amiguete, decente que votante de derechas. Y quedan pocos como tú --amigo, sabio, persona decente, querido Andresito, Andrew, Andi, Andrés-- que gusten de reflexionar de las cosas que nos hacen humanos, y no gilipollas perdidos.

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  2. Andreu, nom relacionat amb la virilitat, la masculinitat, l'homenia..., però jo diria més, amb la inteligència i la sornegueria per saber treure el suc a un tema com aquest i fer-me passar una bona estona. Endavant les atxes!

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