Informe 24: La muerte sí que tenía un precio

A principios de año falleció uno de los mejores jugadores de baloncesto de los últimos tiempos. Fue una muerte trágica. Por inesperada, porque era muy joven y porque, básicamente, murieron ocho personas más, entre ellas su hija de trece años.

            Tengo la impresión de que las muertes de los famosos, en la era de internet, reverberan más que antes. Parece que el dolor, el luto, sea más masivo, todo el mundo tiene un tuit que poner, un instagram que lucir, pero creo que en realidad se siente menos. Se nos ha hecho un callo de recibir novedades y noticias absurdas, nos hemos vuelto insensibles, no sé si para ahorrarnos el dolor de las cosas con las que seguramente empatizaríamos o directamente para no volvernos idiotas de la cantidad de tonterías que tenemos que leer.

            Quizá con la edad las cosas nos duelen menos. Cuando en 1989 murió Fernando Martín ―pívot del Real Madrid, primer español que jugó en la NBA y novio de Ana Obregón por la época― en un accidente de coche, me impactó mucho. Será porque tenía solo once años y porque es contradictorio que los deportistas (que son el ―falso― arquetipo de la salud y la plenitud física) puedan morir. Lo sentí muchísimo, y eso que ―las mezquindades siempre asoman a poco que rasques― yo era del Barça y ni siquiera era uno de mis jugadores preferidos.

            Años después, ya en el instituto, Drazen Petrovic falleció en otro accidente de tráfico. El jugador croata no jugaba ya por entonces en el Real Madrid, sino que iba camino de ser una superestrella de la NBA, el primer europeo que iba a conseguirlo. El baloncesto siempre ha sido mi deporte favorito y, aunque tampoco era un fan acérrimo de Petrovic como lo era mucha gente, quizá por eso me supo tan mal su muerte.

            Como reflejo de la transformación de los deportistas de gente acaudalada en súper millonarios, parece que ahora ya no se estila la muerte en un coche, algo que parece de pobres, sino en helicóptero, el medio habitual de los ricos para sobrevolar los atascos de la gente normal y corriente.

            Entre las numerosas respuestas de duelo quizá destacó la de Nike. Un anuncio elegante, sin imágenes, compuesto solo por sonido y letras sobre un fondo negro, donde se resumía la biografía de Kobe (un detalle curioso y algo ridículo: su nombre de pila viene de la ciudad japonesa conocida por su exquisita carne de ternera. Sus padres vieron este topónimo en una carta de un restaurate, les gustó y decidieron bautizar así a su futuro churumbel. ¿En España se hubiera llamado Guijuelo Rodríguez?). La publicidad de Nike dura dos minutos, es sobria y elegante, y emociona... hasta que llega al final y empiezas a pensar que en realidad no deja de ser un fúnebre anuncio de zapatillas y ropa deportiva. Lo sentimos mucho, sí, era un gran chico, pero sobre todo recuerda que era un chico Nike. Todo es monetizable.

            Y cuando digo «todo», a todo me refiero. Varias semanas después de su muerte se celebró su funeral en el Staples Center, el pabellón deportivo donde juegan Los Ángeles Lakers y Los Ángeles Clippers, y el recinto musical donde también suelen celebrarse los Grammy. Asistió la flor y nata del mundo del baloncesto y del espectáculo en general (no en vano estaban en California), además de todo aquel que quisiera comprar una de las entradas que a partir de veinticuatro euros daban acceso al lugar del sepelio.

            Será que me estoy volviendo viejo (algo inevitable si se quiere seguir vivo, al menos de momento), pero cuando escuché esto en la radio, me escandalicé... pero esperé un poco por si acaso lo recaudado iba destinado a la caridad... Pues no. El dinero iba a destinarse a las familias de los fallecidos (espero que no incluyera la de Kobe Bryant, no creo que les haga especial falta).

            Será que EE. UU. es el capitalismo extremo. Será que, pese a mi ateísmo, influye la educación y el ambiente católicos de un país como España. Será que ya no hay barreras, ni se respeta la muerte. Será lo que sea, pero convertir la muerte en dinero no me parece algo sano ni tampoco normal. Creo que el capitalismo debe ponerse muchos límites pero, bueno, si nos paramos a pensar un poco, tampoco tenemos problemas para ponerle precio a la salud, así que ¿qué más da la muerte?

            Es un ejemplo extremo, me diréis. Ahora la gente no se va a poner a vender entradas de su propio funeral. Ya, ya, es cierto, tenéis razón, pero no me neguéis que muchos no lo harán porque nadie las compraría y unos cuantos porque no quieren llevarse el disgusto de ver quién no iría.

            Estados Unidos es un país de extremos, donde la propaganda ha conseguido la magia de que la excepción parezca la regla. El sueño americano, el hombre o la mujer hechos a sí mismos son el modelo, aquello a lo que todo el mundo aspira. Sin embargo, al igual que Dalí exigía (como pulla a Calder) que lo mínimo que se le podía pedir a una estatua era que se estuviese quieta, lo mínimo que se le puede pedir a una regla es que funcione en la mayor parte de los casos: en Estados Unidos un pobre puede llegar a ser millonario. El problema es que la frase es literal y se trata de solo uno.

            Como contraste a lo anterior, en España la universidad funcionó en los setenta y los ochenta como un pequeño ascensor social. La gente de clase baja humilde, dejémonos de eufemismos, pobre pudo aspirar a más gracias a obtener un título universitario y ganarse mejor la vida que sus padres. Esto era algo que la derecha de este país no podía permitir, así que decidieron subir las matrículas hasta la estratosfera, dificultar el acceso a las becas y trocear las carreras para encarecerlas aún más con másters, posgrados y demás.

            El hecho de que uno de cada cien mil pobres llegue a ser millonario no quiere decir que el sistema funcione bien, sino que más bien es prueba de todo lo contrario: noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve se han quedado en el camino. Eso sí, siempre pueden comprar entradas para los funerales del triunfador.

 

Comentarios

  1. También podemos comprar un llaverito de Porsche, o un perfume de Chanel, o hacernos del Insta de Gerard Piqué y enterarnos de cada corte de pelo, de los progresos escolares de sus hijos... Como si fuera nuestro amigo, como si el charme de París se pudiera embotellar, como si, como si... Pagamos por atisbar las sombras de las sombras, y eso son, sólo sombras sin sustancia, inanes.
    Kobe (Ternera) Bryant fue trending topic unos días, y luego, como al final de El show de Truman, apagamos la tele y nos dijimos "next!". El callo informativo, el callo... (leáse con el tono del coronel Kurtz diciendo "the horror, the horror".
    Perdón por la empanada mental. Tus textos me suscitan muchas reflexiones. Gracias por ello.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares