Informe 25: Dejar de ser

 

Dentro del baloncesto existen varias tipologías de jugadores. Una de las más clásicas es la del tirador de larga distancia, reconvertido en tiempos modernos en triplista. Esta clase de jugador tiene entre ceja y ceja encestar desde lejos; siguiendo la metáfora clásica, suele pensar como un martillo y por lo tanto ve el mundo dentro de la cancha como una sucesión de clavos, es decir, de lanzamientos de tres puntos.

            Para contrarrestar la presión de las defensas rivales, todos los tiradores suelen evolucionar de forma similar: con el paso del tiempo, cada vez lanzan más rápido y sus dedos están menos centésimas de segundo en contacto con el balón. En cierta forma se vuelven más indefendibles, más etéreos... dejan de ser precisos para volverse más rápidos y a la vez, paradójicamente, más inefectivos. El método para mejorar su rendimiento se convierte al mismo tiempo en la manera de empeorarlo.

            En otros ámbitos de la vida nos empieza a pasar lo mismo. Cada vez se lee más, como si quisiéramos que la información llenara vacíos que antes no sabíamos que existían; durante el par de minutos que esperábamos a que llegase alguien dejábamos correr la imaginación, pensábamos algo o, simplemente, nos aburríamos y ya está. Ahora miramos algo en el móvil. Se lee más que nunca y también más rápido pero, a cambio, seguramente peor. Lo que hemos ganado en superficialidad y amplitud lo hemos perdido en profundidad. Esperemos no haber cruzado ciertos límites tras los cuales no hay vuelta atrás y que podamos dejar de ser Aquiles para volver a ser la tortuga, que a fin de cuentas fue la que ganó la carrera.

            Dejar de ser algo de forma voluntaria es una variante de la libertad de elección, ese sintagma tan querido por los conservadores si hablamos de educación y sanidad, y tan estimado por los progresistas si el tema es, por ejemplo, el aborto. Sobra decir que ambos, progresistas y conservadores, aborrecerán de la libertad de elección si los cambiamos de sitio en los temas anteriores.

            El capitalismo tiene a la libre elección como uno de sus axiomas principales (también el cristianismo, pero en este informe solo nos vamos a meter en una camisa de once varas). Tras la caída del Telón de Acero, los habitantes de los países excomunistas de la Europa del Este se beneficiaron de este rasgo supuestamente intrínseco del capitalismo y vieron cómo su libertad de elección se ampliaba: pasaron de no poder comprar cosas porque estas no estaban en las tiendas a verlas en los escaparates y no poder adquirirlas porque no tenían el dinero suficiente para hacerlo.

Un antiguo chiste soviético de la época ya hacía hincapié en que la libertad de elección no era algo compatible con el comunismo ni siquiera a la hora de no comprar. Un hombre entra en una tienda y pregunta si tienen mantequilla. El tendero le responde que se equivoca de lugar: la suya es la tienda que no tiene carne, la que no tiene mantequilla está a la vuelta de la esquina.

            Del mismo modo que la libertad de elección alcanza el ámbito de lo inmaterial en este último chiste, también se extiende a lo simbólico, lo negativo. Dejar de ser, a fin de cuentas. No me refiero al suicidio, sino a poder negar partes supuestamente intrínsecas a uno mismo y que no pase nada.

Pongamos por ejemplo a los estadounidenses, ciudadanos del país más poderoso del mundo en nuestra época. Como dice nuestro benefactor el presidente Bartlet en un capítulo de El ala oeste de la Casablanca, los norteamericanos deberían ser los equivalentes a los romanos de la Antigüedad, aquellos a los que nadie debería atreverse a tocar por temor a las posibles consecuencias.

La libertad de ser norteamericano llega hasta escoger dejar de serlo, a renunciar a ejercer los privilegios inherentes a su nacionalidad. Sin embargo, por muy sincero que sea en sus intenciones, un ciudadano de este país siempre estará protegido por el mero hecho de ser estadounidense. No sé si recordaréis a un personaje que se hizo popular en los medios hace casi dos décadas, un joven de nombre John Walker Lindh, conocido como el «talibán norteamericano» porque viajó a Afganistán a unirse a esta milicia extremista. En 2002 fue capturado por el ejército estadounidense, pero tras su juicio no fue encarcelado en Guantánamo, por citar un lugar aleatorio.

            Tristemente, del mismo modo que los desposeídos no saben de qué carecen, los que podemos dejar de ser diversas cosas no somos conscientes de nuestros privilegios. Hace unas semanas vi a una politóloga en un programa de debate estadounidense hablando sobre una historia que sucedió casi a la vez que el asesinato de George Floyd y que lógicamente quedó sepultada por su coincidencia en el tiempo.

Quizá la recordéis: un hombre que estaba observando pájaros en Central Park le pidió a una mujer que paseaba a su perro sin correa que por favor atara al animal, tal como marcaba la ley. Hasta aquí, todo normal. Lo anormal surgió cuando la mujer (olvidaba decir que era blanca) llamó a la policía solicitando ayuda por las supuestas amenazas que estaba profiriendo el hombre (olvidaba decir que era negro). El caso saltó a los medios de comunicación con gran escándalo y tuvo consecuencias: a la mujer la despidieron del trabajo tras ser sometida a un linchamiento virtual y hace un par de semanas ha sido acusada de lanzar acusaciones falsas.

En el programa de debate, la periodista analizaba el caso desnudando los privilegios que tiene una persona: en este caso la mujer había decidido usar los que le otorga el color de piel para emplearlos contra alguien que, si jugaban en ese terreno y en Estados Unidos, se encontraría en una escala inferior que ella.

Un rico puede dejar de serlo y elegir la pobreza. Un pobre no. Un blanco puede decidir ser africano, emigrar a ese continente y adaptarse a la vida allí. Un africano no puede hacer el camino inverso, o al menos no con la misma facilidad. El fuerte puede escoger dejar de coercer sobre el débil. El poderoso puede elegir no aplastar al indefenso.

Quizá cuando entendamos que el auténtico privilegiado es el que puede dejar de serlo todo y que el desposeído no puede renunciar a nada, tal vez entonces habremos dado un pequeño paso en el largo camino que lleva a la igualdad.

Comentarios

  1. Gracias por su artículo, muy interesante como siempre.

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  2. Si una confiase un poco más en la inteligencia ajena tendería a pensar que hay un plan deliberado para saturarnos de información, insensibilizarnos y conseguir así que nos las traguemos dobladas (como efectivamente está sucediendo), pero lo terrorífico es que no hay plan y que todos asumimos como inevitable lo que a todas luces es insoportable.
    Una solución (pequeña, para empezar) sería que los periodistas hiciesen su trabajo y filtrasen lo que es de interés general y desechasen lo que no es más que ruido, declaraciones y chorradas.
    Gracias por tus reflexiones, muy interesantes como siempre.

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  3. Es verdad que no todo el mundo tiene la misma libertad de escoger por culpa de su raza o género (¿o es mejor sexo), pero lo peor de todo es aquel individuo que por su fanatismo, cerrazón... queda incapacitado para ejercer su libertad.
    Un aplauso por el artículo

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