Informe 26: Hijos de Tebas (I)

 

Ahora que la ciudad está confinada, ahora que los sábados por la tarde parecen domingos por la mañana me dispongo a escribir lo que he pensado. La verdad, no sé si será muy interesante porque suelo pensar, salvo azarosas excepciones, en asuntos de los que no tengo mucha idea.

Hace un par de años, cuando mi hijo tenía seis, nos sorprendió a mi mujer y a mí con una expresión que hizo fortuna en nuestra casa y desde entonces repetimos a modo de chascarrillo familiar. A los que sean padres no les vendrá de nuevo eso de que los hijos, un día, de pronto, te dejan pasmado con alguna idea o frase que nadie sabe de dónde han sacado. A los padres nos parece que sabemos absolutamente todo lo que piensan nuestros vástagos, que conocemos todos sus razonamientos y palabras, qué ilusos; igual que los niños van aprendiendo que sus progenitores no son perfectos, ni tienen todas las respuestas, los padres aprendemos que, cuanto más crecen, menos bajo control los tenemos. Y es precisamente ese miedo atávico a perder el control (como si hubiese otra opción) lo que nos asusta y hace que actuemos absurdamente; a veces reproduciendo las idioteces que nuestros padres hace años pusieron infructuosamente en práctica con nosotros. Una tarde, bien pudiera ser un domingo como hoy, aunque hoy es sábado, nuestro hijo le hizo una pregunta a mi mujer y como la respuesta no le pareció del todo plausible le espetó: «¿Eso lo crees o lo sabes?».

Si yo hoy tuviera que contestar filosóficamente a una pregunta así y decantarme entre esas dos opciones, sinceramente no sabría decir cuál de las dos es más mentira.

Nos preguntamos muchas cosas, hacerse preguntas es bueno. Cuestionarse a uno mismo y al mundo en el que vivimos es sano, es necesario, sirve. Eso nos han dicho siempre, ¿verdad? Observa, analiza, conoce tu entorno, conócete a ti mismo, encuéntrate. Nadie, jamás, te aconseja lo opuesto: «Mira, en tu caso, mejor no sepas nada de la vida y menos aún de tu papel en ella». Y, sin embargo, uno termina por reflexionar y reflexionar acerca del significado de todo sin mucho resultado. Leemos libros de todo tipo: novelas ensayos, artículos, poesía… Vamos al teatro, a recitales, a conferencias; vemos documentales, series, películas; escuchamos música, escuchamos la radio, leemos la prensa, buceamos en internet, siempre buscando respuestas. Nos informamos de un modo compulsivo, tratamos de entender lo más elemental, lo más cercano, pero también lo ajeno y lejano. Nunca mejor dicho, globalizamos nuestros anhelos de saber, porque hay que estar al día, para que no nos engañen, para tratar de ser un poco menos ingenuos, un poco más resistentes a la manipulación y para que cualquiera no pueda llenarnos una cabeza con demasiado espacio vacío. Queremos comprender qué sucede en Venezuela, en Egipto, en Israel, entender el sistema electoral estadounidense, la Rusia de Putin, los conflictos en Burundi, Mali o Nigeria. Nos interesamos por las dictaduras africanas igual que por los entresijos de la China popular, el trabajo infantil en la India, la situación de la hambruna en Yemen, la mafia del aguacate, la escasez de agua, los excesos de la industria cárnica, de las farmacéuticas, los lobbies del petróleo y de las armas. También nos interesan los abusos de la Iglesia, los disturbios en Chile, la falta de libertad en Bielorussia, los desmanes en Silicon Valley, la robotización, el futuro del Ártico, la fluctuación de los mercados, el nuevo urbanismo, el cambio climático, la guerra contra el terrorismo, las tensiones raciales, si Messi se va del Barça y por qué las orcas atacan a los veleros. Pero no solo nos preocupa la actualidad —quien no conoce la historia está condenado a repetirla—, de modo que también queremos conocer los precedentes y diseccionar el siglo XX, el XIX, la Revolución francesa, la rusa, la industrial, desde todos los ángulos y perspectivas. Tratamos de averiguar qué supimos, qué quisieron que supiéramos, qué debimos indagar y, sobre todo, que pasará en adelante con todo esto. Hacemos predicciones, distopías, evaluaciones a un año vista, a diez años vista. Lanzamos hipótesis, tenemos datos, big data, encuestas, gráficos, algoritmos, estadísticas y estadistas, tenemos brujos, gurús, influencers, terapeutas, grupos de ayuda, de facebook, de Whatsapp, visionarios, columnistas, tertulianos, ensayistas, instagramers, editorialistas, youtubers y hasta blogueros(?!).

Nos preguntamos muchas cosas, hacerse preguntas es bueno, nos dicen, hay que saber a toda costa, pero a mí me invade cada vez más la sensación de que con cada nueva pregunta dejo de oír un poco más las respuestas. Nos informamos tumultuosamente, consumimos información en el sentido literal de la palabra, la quemamos. Creo que muchos de los conocimientos que nos ofrece el mundo moderno pueden ser valiosos, pero yo no los digiero, no tengo la calma que requiere el estudio, entiendo pero no aprendo, me asalta acechante otra duda, una duda ansiosa, y por alguna parte alguien me recomienda leer, ver o escuchar otro canal, algo que no me debo perder por nada del mundo, y son recomendaciones vehementes como si en ellas se cerrase el círculo y la motivación que tiene el saber: inmediatamente compartir, pero no siempre con un ánimo fraternal, sino también como la recompensa ególatra del que te anuncia que ha llegado a la meta un metro antes que tú. Entonces nos entra una desazón extraña, absurda, por no dejar pasar esa nueva y crucial manera de enriquecernos, de estar en el ajo, de no quedarnos atrás, de no dejar de exprimir la vida, carpe diem, tempus fugit, de poder decir «ya lo sabía, ya lo he visto, ya lo he leído, ¿todavía estas en eso?». De no dejar pasar ni una ocasión de saber, entender o que alguien me cuente de una puta vez qué cojones está pasando aquí.

Nunca lo logro y creo que cada vez sé menos cosas, me aturullo. Si fuera capaz de comprender un par de asuntos que me competen, para los que consiguiera una respuesta efectiva que pudiese resolver y poner en práctica... Si lograra desentrañar un par de entuertos, si tuviese la sensación de haber ayudado en algo a alguien, aunque fuera un asunto pequeño, no sé, algo de mi barrio, un tema que hubiese podido estudiar a fondo y para el que mi inteligencia llegase, entonces quizás no me parecería todo una cháchara fútil, un pasatiempo baladí, y viviría más sereno, con la paz de saber que he meado en algún tiesto y he participado de algo real, que no acumulo una turba de voces bizantinas en mi cabeza que con el tiempo simplemente olvido, sino que tengo una idea que es mía, algo que puedo tocar y que me toca, algo que me conduce del marasmo infructuoso y grandilocuente de la información múltiple a una sola acción inteligente.

Nuestros abuelos manejaban muchos menos items de información que nosotros pero sabían cosas de su entorno, las podían tocar, oler, degustar y sentirse orgullosos de ellas, porque eran suyas; ningún extraño se las había contado, sus padres les habían enseñado a fabricar su pensamiento, su moral, su vida, y ellos sembraron en esa tierra para que crecieran nuevos frutos que dar de comer a sus hijos. Aquel era un mundo de certezas, con sus alegrías y sus penas, es evidente, pero no creo que más pequeño que el nuestro. Aunque todo indica que así debería ser, no soy capaz de creerlo. Yo no estoy muy seguro de nada, nadie con dos dedos de frente lo está, todo lo que sé pende siempre de un hilo y solo sirve para entender de manera más agobiante todavía todo lo que nunca sabré. No sé construir nada, no sé arreglar nada, todo lo que tengo es porque lo he pagado, no sé el nombre de nadie de los que viven en mi calle, podría caer fulminado a veinte metros de mi casa y nadie sabría quién soy, dónde vivo ni a quién avisar. ¿Cómo podemos estar tan maravillosamente conectados y tan ajenos a todo al mismo tiempo?

La pregunta es: ¿cómo reacciona una sociedad de personas alienadas que viven inseguras de sí mismas y sienten hostilidad por todo aquello que las rodea, simplemente porque no lo entienden ni lo integran como algo propio? Hay mucha gente que se informa mucho más que yo, pero también muchísima que menos, ¿cómo se sienten cuando atisban que viven, aún más que yo, en la absoluta ignorancia? ¿A quién le gusta sentirse el tonto de la película? En ese instante aparecen los odios cervales por los más listos de la clase, porque cuando te das cuenta de que no puedes competir con alguien más brillante que tú empiezas a odiarlo y hacer camarilla con todos los que sienten igual, porque seguramente sois más tontos, pero eso también te asegura que sois más. Una turba de personas asustadas, acomplejadas y sin muchos recursos emocionales que viven conectadas a su miedo y luego a su rabia. ¿Cómo se vehicula toda energía?

La culpa se la podemos echar a la modernidad, a internet, a los poderes fácticos, a la sociedad, incluso a la gente, como si nosotros no perteneciésemos a ninguno de esos conceptos, pero la realidad es que, tenga quien tenga la culpa, uno de los síntomas de nuestra disfuncionalidad como sociedad es que nos incapacita para encontrar a los responsables de nuestros males. Supongo que en el convulso zapping de la vida terminas no recordando cuál era tu película.

Puede que la ciudadanía esté comprendiendo, aunque sea de una manera inconsciente, que el auténtico sentido de nuestra era es que nada tenga sentido, no tener ni idea nunca de lo que pasa. ¿Se ha hecho el mundo demasiado grande e interconectado como para tratar siquiera de comprender una pequeña parte de él? Puede que el pueblo empiece a estar harto de no enterarse de nada, de tener como única certeza que ha perdido por completo el control. De que el mundo gire y nuestra vida transcurra por derroteros aleatorios sin que tengamos ni voz ni voto. Puede que el público esté hastiado de sentirse cada día más lejos de la realidad, de no saber qué es verdad, ni dónde buscarla, de no saber ni si existe tal cosa. De sentirse perdido, insignificante, educado para no saber sobreponerse, abrumado por su propia vacuidad. Así pues, ese cansancio existencial que produce la baja autoestima y verse impotente e idiota no puede más que traducirse en una rabia sorda contra el sistema que uno mismo levanta piedra a piedra todos los días.

De este modo, ¿por qué nos extraña que la gente se agarre con fervor a cualquier clavo, por mucho que arda? Durante la campaña del Brexit, la derecha inglesa bombardeó a los ciudadanos con el eslogan Let’s take back control (Retomemos el control). Una presuntuosa declaración de intenciones engordada con mentiras sobre la inmigración, la economía, el trabajo… Una promesa imposible que regalaba la esperanza de una vida simple y fácil de entender, la tierra prometida de la gente sencilla que no tiene que esforzarse por desentrañar las complejidades del mundo, simplemente porque alguien tiene la jeta de reducirlas al absurdo para que parezcan asequibles y bajo control: así nace el populismo.

Somos hijos de Tebas. De susto en susto, temerosos, buscamos un rey, un padre que nos ame y que nos mienta como a niños pequeños, que nos simplifique las cosas (el apacible engaño) y nos haga la vida más sencilla. Que jamás nos diga que lo cree, porque creer cosas es de tontos y débiles y ya estamos hartos de ser siempre precisamente eso, que nos diga siempre que lo sabe, que lo sabe seguro, y así nosotros durmamos tranquilos pensando que alguien se hace cargo de todo, que hay alguien al mando, con la mano firme en el timón, sin dudas, con la brutal fuerza de la verdad en la frente o, como mínimo, con la desfachatez o la locura suficiente como para estar dispuesto a engañarse a sí mismo por todos nosotros.

 

Comentarios

  1. Creer y saber, ¿esta es la cuestión? Creer algo no quiere decir que estés seguro de ello sino que tu piensas, te parece, dirías que... es eso. ¿Y saber? ¿Saber significa que estás en lo cierto? ¿Que lo conoces de verdad? No sé que decirte. Creer y saber -en la vida- pueden ser sinónimos de todo y de nada. Me encantn tus razonamiento porque te hacen pensar.

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  2. Dice George Steiner que la verdad no puede probarse o refutarse de modo estadístico, que es o no es. No importa cuánta gente diga qué el sol da vueltas a la tierra, eso no lo convierte en realidad.
    Los pigmeos son la etnia mejor adaptada para soportar el calor abrasador de la selva. La relación entre la superficie de su piel y el volumen de su cuerpo es perfecta para evaporar el sudor y mantener la temperatura corporal. Si fueran más superficiales, si tuvieran más superficie de piel, como nosotros, no podrían sobrevivir.
    Como dices, hemos ampliado nuestro conocimiento de las cosas en número pero en càlidad, nos hemos vuelto más superficiales, menos profundos. ¿De qué nos ha servido?
    Gracias por tus reflexiones, interesantes como siempre, y que llevan a otras nuevas ideas.

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  3. Me ha gustado mucho este informe , especialmente la frase que habla de pasar del marasmo de la información múltiple a la acción inteligente: trataré de recordarla cuando me sienta enmarasmada. Gracias.

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