Informe 28: Hijos de Tebas (III)

 

Durante esta peste, en Tebas, estamos sufriendo mucho, más de lo que creemos. No solo por lo evidente: los muertos, los enfermos, el encierro… sino también por la privación de nuestro estilo de vida, que conforma, en una parte importante, nuestra identidad como sociedad e individuos. Dicho de otro modo, estamos teniendo que renunciar a nuestra manera de ser y de ver la vida. Cuando aún nos estábamos preguntando cuáles iban a ser exactamente las secuelas del confinamiento de primavera, de pronto comenzamos a atisbar la segunda ola y ahora la tercera. Así que las secuelas por lo que sucedió se mezclaron con las precuelas por lo que venía, atrapados así en una especie de intercuelas movedizas llenas de altibajos emocionales.

Para muchos tebanos, esta crisis sanitaria nos retrotrae al 2008, redundando en tics y manierismos que recuerdan a las crisis económicas de entonces y otras anteriores. Se aprovecha para azuzar cuestiones ideológicas/económicas e implementar el miedo como mecanismo de control: miedo a la ciudad como madriguera moral del virus, frente a la placidez campechana, sana y honesta de los pueblos y los campos. Miedo a los otros y a la civilización/socialización frente al individualismo del núcleo familiar, cosa que evidentemente favorece la reclusión y es una cosa buena para Amazon, Zoom y otros conciliábulos demoníacos. Y miedo, sobre todo, a divertirse como origen pecaminoso de todos los males. Y quien sospecha de la alegría de vivir, automáticamente sospecha también de la cultura, secular vehículo de la perfidia de este mundo.

La cultura de nuevo se pone en tela de juicio, se la señala como enemiga de la seriedad, del trabajo, de la responsabilidad y de los valores. Hay algo pecaminoso en ella en tanto que divierte, relaja y hace reflexionar, hay algo peligroso en ella en tanto que electriza a las masas, y al mismo tiempo que nos socializa y nos hace compartir ideas, también individualiza nuestro pensamiento. Los conciertos, los festivales, el cine, las librerías, los teatros, los pasacalles, las exposiciones, las conferencias, las fiestas populares, los cuentacuentos, los eventos culturales de todo tipo, las charlas en los bares… nos permiten desinhibirnos, sacar la bestia, encontrar verdades sobre uno mismo que afloran precisamente en ese dejarse llevar, abrir la mente, relajar el esfínter y sentir que la vida puede ser otra cosa que trabajar, ganar dinero, consumir, descansar para rendir más mañana… Se puede ser un poco más libre y no dejar que se imponga esa visión calvinista de la pandemia en la que se sataniza todo lo que suene a alegría de vivir. «¿Lo veis? Ante la crisis del covid19 se demuestra que gozar estaba mal, os lo dijimos, la juerga os ha traído la plaga» Ahora parece que si te gustaba salir, beber, ir a conciertos, fumarte un cigarrillo, una buena comida, bailar, cantar, follar, ir a la discoteca; en definitiva, pasarlo bien, eres el causante de todos nuestras desgracias y nos sumes en una especie de degradación moral que atrae al coronavirus como las moscas a la miel. Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, vamos a echarle la culpa a la gente y de paso les seguimos minando la moral y tratamos de convencerles de que hay que ir recto como una vara verde y vivir como un autómata lobotomizado, vigilante y vigilado, asustado y consumista, exprimiendo la tarjeta de crédito del camino que va del centro comercial al ordenador de casa.

Creo que el mensaje de prudencia y responsabilidad que mandamos a toda la población, especialmente a los jóvenes, no debe convertirse en un trampantojo para colar otro discurso subliminal que algunos tratan de inocular en la sociedad. Sabemos quiénes son esos lobbies de poder que intentan atenazarnos con el cuento de la culpa, pero también es evidente que siembran en un campo abonado por nosotros mismos, que asumimos esas tácticas de control y las difundimos de manera acrítica buscando desesperadamente la homogenización del cretinismo y la obediencia.

El populismo somos nosotros y la política se ha convertido en el marketing de la ideología. No consiste en saber qué es lo que la gente quiere, si no en lo que quiere querer. No es preciso saber qué les gusta o en qué piensan, solamente se trata de adivinar lo que podrían llegar a pensar y todavía no saben. Eso es algo que los ejecutivos de las grandes empresas ya aprendieron hace años y ahora, previsiblemente y para nuestra desgracia, ha llegado al sector público. Recuerdo que hace unos años leí una entrevista a uno de esos geniecillos de Silicon Valley, uno que fuera un alto cargo de ese ingenio del mal llamado Apple, que contaba todo pizpireto que si le hubiesen dado a la gente el teléfono móvil que decían querer, los iPhones serían con pantallas y teclas más grandes. Relataba cómo su trabajo era poco menos que profetizar los gustos y las necesidades de la gente y, no nos engañemos, ustedes y yo sabemos que los augurios son invenciones con más o menos fundamento de las que solo nos acordamos cuando aciertan; en el caso de la industria, cuando venden.

Muchas personas desconocen al fascista que llevan dentro hasta que alguien se lo muestra, descorcha la botella y las burbujas del odio emergen sin complejos. Los partidos y los políticos populistas son un modelo aspiracional —véase al recientemente derrotado Donald Trump—, no son gestores de las ideas de sus votantes, tienen más bien un carácter demiúrgico: ellos inventan a sus votantes, en muchos casos personas ideológicamente latentes, durmientes por falta de luces u oportunidad. Trump y su creador al estilo Mary Shelley, Steve Bannon, detectaron de manera muy inteligente que, en muchos rincones de Estados Unidos, cantidad de gente deseaba ser trumpista aunque no le conociesen todavía. Millones de hombres blancos de mediana edad, resentidos con su propio analfabetismo y la cantidad de mujeres, gais, extranjeros y hombres de otro color más inteligentes que ellos, desconcertados y profundamente asustados por su falta de recursos emocionales, se hartaban de no entender nada, cerveza tras cerveza, engordando en algún tabernáculo andrajoso. Pero como eran demasiado cobardes y les educaron para ser débiles y estar insatisfechos sin saber el porqué, no encontraban la manera de hacer nada para dejar de ser idiotas, en muchos casos ni para darse cuenta de que lo eran. Miraban las pantallas de televisión del sports bar como las vacas de su rancho veían pasar el tren, hasta que, de repente, milagro, alguien más parecido a naranjito psicópata que a JFK apareció en sus vidas y tocó las teclas adecuadas. Y lo que a muchos mortales nos parece mala educación, mentiras, desfachatez, racismo, clasismo, egomanía, homofobia, misoginia, traición y felonía por doquier, a nuestros amigos del medio oeste se les antoja un cristo redentor con una vuelta de tuerca para todos ustedes: «Hasta de no tener nada de lo que sentirse orgulloso puede uno sacar pecho». Y a partir de ese momento parte del pueblo norteamericano cae en el hechizo de un tipo que no les pide que le crean, sino que le amen. Un tipo que no les da argumentos, ni hechos, ni evidencias, están hartos de eso, a cambio de su voto les regala una fe, un culto al que seguir. Y ya no hace falta mucho más, porque entregarse a él es amarse y respetarse un poco más a sí mismos y regresar a una vida más sencilla, la del buen salvaje que va con la frente alta y el rifle cargado; ahora son soldados con una causa que no necesitan entender. La fe mueve las montañas del entendimiento, el elegido separa las aguas de la verdad para que el pueblo oprimido pueda llegar a la tierra prometida que cada uno se imagine y el vestido nuevo del emperador nunca se ha visto tan brillante bajo el sol de la fraternidad entre iguales. Pueden poner el nombre de Trump o el que les dé más rabia, eso va a gustos, idiosincrasias del lugar aparte, el mecanismo del populismo es el mismo en todas partes, funciona como un reloj suizo, o sea, sin declarar impuestos.

Pero un día llega la peste a Tebas y los ciudadanos piden al líder supremo que erradique la enfermedad de la faz de la tierra, igual que hizo llover, levantó un muro, les explicó la nueva historia del mundo o declaró una república angelical, y ahí, amigos, la cosa se tuerce. De entrada los reyes niegan que haya ninguna peste en Tebas y mientras se hacen sitio para poder pasar entre los cadáveres, buscan a los culpables habituales que todo su séquito odia y alguno nuevo al que están deseando odiar. Tienen un eslogan, unos cánticos, lugares de culto donde reunirse, oraciones que repetir, demonios que desoír y tentaciones a las que retar. Tienen recompensas en los cielos y abnegación en la tierra para poder seguir creyendo, les cuesta desfallecer porque antes no eran nada, pero ahora son fanáticos y han encontrado por fin una idea que perder. Son como los personajes de Pirandello, buscando que alguien les escriba unas frases para decir en la oficina, en el bar y en las cenas con amigos. Les espantan sus propias actitudes cuando las ven en los otros y, aunque sean reproducciones exactas de sí mismos, censuran a las personas de otras nacionalidades y les cuelgan etiquetas que valdrían perfectamente para ellos. No lo ven, no les parece que ni remotamente sea lo mismo, tal es la deformación con la que perciben su propia realidad. Ya se encargan de ello los voceros patrios, las odas al culto y las hagiografías de sus líderes, una especie de corriente influencer que, lejos de establecer una cultura, se revela justamente como lo opuesto, un secuestro de la misma, un instrumento de pleítesia a la tribu, a veces más burdo, otras más sutil, para distanciar, para enemistar, para disminuir, para empequeñecer, un instrumento en favor de la endogamia y del desarraigo con otros pensamientos, voces y miradas. Todo lo contrario de lo que la cultura es y debería ser.

Y dicho lo cual, llegamos a la temida tormenta perfecta, donde el odio hacia la cultura y el populismo se dan la mano, donde el sectarismo político-religioso de millones de personas que jamás se han leído un libro se impone sobre la verdad, la razón y la paz. Un hombre ataviado con pieles, un chamán con la bandera de EUA pintada en la cara, toma el Capitolio y es como si los bárbaros hubiesen tirado las puertas de la ciudad, mientras sus dioses envilecidos les azuzan por Twitter para que el odio cerval y el veneno de la fe corra por las venas de las naciones. Les oiréis gritar furiosos: somos víctimas, nos merecemos tener razón, somos mayoría, somos el pueblo, nos oprimen, nos roban, las calles serán siempre nuestras, me han mandado un vídeo donde se explica todo, nos merecemos más, que no te líen, es el bien contra el mal, primero lo mío, tengo derecho a sentirme así, tengo derecho a no saber, mi libertad es solo mía, quieren callar nuestra voz, estamos en el lado correcto de la historia, ni olvido ni perdón, estamos orgullosos, nadie nos pisará jamás, lo volveremos a hacer.

En la tragedia de Sófocles, Edipo desea ser un legislador de sí mismo, huir del destino que los dioses han urdido perversamente para él, pero termina perdido, mutilado y aplastado por el peso de la ley divina. Sin embargo, nada dice la obra de en qué situación quedan los tebanos y si hacen algún tipo de examen de conciencia de todo lo acontecido. Seguramente no, lo más probable es que tratasen de seguir igual, llenos de angustia sorda, buscando en los cielos respuestas intestinas, desconcertados, temerosos de perder algo, iracundos a veces, tristes, porque el populismo, amigos, también eran ellos.

Comentarios

  1. Como siempre profundo e interesante, pero me han desconcertado un tanto algunas de las reflexiones que planteas. Creo que necesito leerlo otra vez.

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  2. En el penúltimo párrafo pones toda la carne en el asador, la escena de los últimos acontecimientos del Capitolio son -como bien dices- una muestra de lo que expones.

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  3. Hay situaciones remotas -en el tiempo- que sabiamente Joan Prados lleva a la actualidad con una nota personal que se cuela entre tanta sabiduría y conocimiento. …“La pregunta que les hizo su hijo, un niño de seis años, a su mujer y a él y como la respuesta no le pareció del todo plausible le espetó: “¿Eso lo crees o lo sabes?"

    En mi opinión “Hijos de Tebas” tiene muchos aciertos, que el autor utiliza como un juego de múltiples perspectivas, porque nos presenta una gran diversidad de planos lejanos y a la vez muy cercanos. Nos va sugiriendo ideas, las claves para que podamos entender cómo ha evolucionado el mundo a través de la historia antigua. Al mismo tiempo, que nos demuestra como es un sistema perfectamente orgánico, cerrado, en el que funcionan nuevos elementos que son los ecos, variantes de lo mismo. Hay una larga sombra que pasa hoy por las sociedades modernas y que es la necesidad de descubrir que las cosas podrían ser distintas, si nos diéramos cuenta de las que hacemos como individuos o como sociedad cada día. En este sentido, cada persona debería ser capaz de actuar en consecuencias.
    Charo Rincón

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