Informe 32: No somos nada

Es paradójico que en una época tan materialista como la nuestra haya surgido la moda del minimalismo. Parece curioso que si quieres presumir de algo, te jactes de su ausencia, pero ahí están para demostrar esto los restaurantes con estrellas Michelín, que a medida que suben los precios, disminuyen las cantidades y aumentan el tamaño de los platos, quizá para que compartamos el vacío existencial del guisante lágrima separado de sus congéneres y para completar así el vacío físico de nuestro estómago con un mensaje espiritual. Siguiendo con la misma corriente, solo hay que hojear una revista de decoración para ver que las casas más elegantes son aquellas que parecen recién desvalijadas por la ausencia de muebles y demás; tal vez deseen reflejar el vacío existencial de sus habitantes y producir nuestra compasión, quizá quieran chulearse de que ellos sí que pueden extender los lados de la mesa sin chocar con las paredes.

Esta progresión minimalista hacia la nada es un fenómeno que está presente entre nosotros desde hace mucho. Mi madre, por ejemplo, me ha contado en varias ocasiones que, cuando mi abuela llegó a Barcelona en 1962, justo al salir de la estación del tren, se encontró a un señor haciéndose el tontico que intentó venderle a precio presuntamente regalado un sobre con un montón de billetes como si él no fuera consciente que ahí guardaba una fortuna. Hay una pulsión minimalista que relaciona el guisante lágrima del principio del texto con el solitario billete real que había en el sobre, y ambos comparten que buscaban reducir a la nada el contenido de la cartera de sus «clientes».

Esta tendencia natural hacia lo pequeño y lo minimalista la captaron unos arriesgados inversores inmobiliarios para crear una nueva forma de ganar dinero que me voy a permitir reducir, pese a mis escasos conocimientos de física, matemáticas y lógica, a la siguiente ecuación:

 

Tamaño de piso                                                             Tamaño de piso

                        + paso del tiempo =

precio del m2                                      Precio del m2

 

Creo que más o menos se entiende lo que quiero decir; para aquellos que sufran de presbicia y no hayan podido ver la parte más diminuta de la ecuación, básicamente es una variante de la idea minimalista de «más es menos»: pagamos más que antes por algo que cada vez ocupa menos. Un detalle que debería resultarnos extraño teniendo en cuenta que el universo se expande, según dicen, y que por lo tanto cada vez deberíamos estar más anchos, pero se ve que la gente debe pensar que el índice de natalidad (¡no será el de España!) es superior a lo grande que se hace el mundo.

Pero, a ver, creo que, por mucho que se intente, es difícil convencer a la gente de que tener cosas está mal. Sin embargo, no puedo negar que se ha conseguido a través de un arduo proceso de difamación de lo material. Una extraña entente entre la espiritualidad de medio pelo y las nuevas tecnologías se dedicó a lanzar ataques contra la gente que tenía o acumulaba cosas (libros, discos, películas, revistas, etc.), algo que me indignó profundamente porque me lo tomé como un asunto personal y, de hecho, aún sigo buscando referencias a mi nombre en las noticias relativas al tema y declaraciones de mi madre, mi suegra y mi mujer quejándose amargamente de que dónde voy a meter tanto tebeo y libro y revista y disco y que para qué los quiero cuando me lo hayas leído, visto o escuchado. No las he encontrado pero sé que andan por alguna parte.

Gente normal y corriente con sus cientos de libros y discos, y miles de cómics nos vimos convertidos en una mezcla entre Homer y Langley y Diógenes. [No se entiende por qué se llama síndrome de Diógenes cuando el filósofo griego del mismo nombre vivía en la calle sin poseer casi nada, vamos, como los millonarios de hoy en día lo hacen en sus mansiones. Acabo de buscar qué se dice en internet del tema, y parece que ser que los autores del artículo que daba nombre a este trastorno sufrieron un despiste al bautizarlo así. Es como si, por ejemplo, para decir que algo es bueno y tiene mucho éxito destacamos su «viralidad», porque como todo el mundo sabe, los virus (incluso los informáticos) son cosas que todo el mundo quiere tener. Volviendo a Diógenes, se ve que en cincuenta años nadie se ha atrevido a corregirlos. Así vamos. Luego pregúntate por qué se sigue haciendo caso a los economistas o por qué coño no quitan al presentador ese con lo mal que lo hace.]

Volviendo al tema de los acumuladores, los estadounidenses acuñaron una palabra para definir a estas personas (hoarders), como si se tratara de gente tan loca como aquellos que comprarían grandes cantidades de papel higiénico, harina y levadura en situaciones de crisis (¿para hacer pasteles de qué?, casi mejor no preguntar), e incluso crearon un programa de telerrealidad donde se dedicaban a enseñar casos extremos de este tipo de gente, básicamente para reírse de ellas: su título original era Hoarders (el español es Lo guardo por si acaso, otra muestra de la creatividad en nuestro país a la hora de traducir títulos).

De esta manera, todo emprendió el camino de la virtualidad porque eso era lo molón: los discos físicos eran una cosa de trogloditas y lo que chanaba de verdad eran los reproductores de mp3 y, si eras superguay, los iPods. Apple, que es uno de los reyes del tema, cazó al vuelo que lo interesante no era solo que las cosas fueran platónicas y existieran de verdad solo en el mundo de los cielos (ya se entreveía aquí el tema de las nubes y, ojo, que todavía no hemos visto las consecuencias de esto, es decir, las precipitaciones y chubascos que nos van a caer encima), de forma que pergeñó que las cosas no solo fueran virtuales sino que, además, fueran prestadas (solo nos falta algo azul para poder casarnos con un iPhone, como desearía mucha gente).

Bruce Willis, el héroe de las pelis de acción irónica de los noventa, descubrió que tras pagar miles de dólares por descargarse canciones en las tienda de Apple no podía dejárselas en herencia a sus hijos, sino que las tenía en usufructo. (Vaya cosas por las que demandar, Bruce, diréis, tal como debieron de pensar sus vástagos: Qué guay, papá, te estás gastando miles de dólares en dejarnos tus discos viejos con música de la prehistoria.)

Lamentablemente esta historia es falsa, fue un bulo que publicó el Daily Mail. Sin embargo, aquí no tenemos problemas para reconocer que nuestras fuentes son mentira y, más aún, para argumentar que eso no las hace menos válidas. Y si son para criticar a Apple, aún más.

Incluso los antivacunas tendrán que reconocer que, cuando una idea está en el aire, es como el coronavirus, se contagia (bueno, ellos igual piensan que cuando un microchip está en la corriente sanguínea, te controla o alguna gilipollez similar. Por cierto, mucha conspiranoia y demás, pero ¿es que nadie va a relacionar la falta de microchips que está parando las fábricas de automóviles como Seat y los que nos meten en el coronavirus? Por mi parte, me noto cada vez más ABS y con instintos de cierre centralizado).

Así, por viralidad o virulencia, hasta los clubes deportivos (principalmente de fútbol y baloncesto), que nunca han destacado por albergar mentes demasiado privilegiadas (recordemos que un expresidente del Fútbol Club Barcelona defendió que la ciudad condal tenía que estar «a la altura del club que le daba nombre»), descubrieron que sus aficionados también podían pagar grandes cantidades por la nada. No, no me refiero a esos tostones insufribles de partidos que acaban cero a cero, que también, sino al merchandising.

Y no puedo tirar la primera piedra porque me caería directamente en la cabeza. Yo también, Bruto. Hace unas meses, emocionado por el regreso de Pau Gasol al Barça, me picó el gusanillo y quise hacerme con una camiseta del susodicho hasta que descubrí que su precio rondaba los ciento cuarenta euros.

Curiosamente, con detalles como este se desvela la hipocresía con la que justificamos algunos de nuestros actos más mezquinos. Me cuesta horrores gastarme cuatro euros en comprar un café de comercio justo en vez de pagar solo dos, aunque la diferencia sea un intangible sin gran repercusión económica. Por otra parte, la diferencia entre el valor real de fabricación, diseño y demás de la mayor parte de la ropa deportiva y de marca y lo que abonamos por ella es abismal. Pagamos la marca, eso es lo que se dice, como si la palabra gucci costara ya tres mil euros. A seiscientos del ala la letra. Más incluso que lo que cuestan en La ruleta de la fortuna.

Bueno, quien no se consuela es porque no quiere. Pagaste tres mil euros pero al menos tienes un bolso. Más extraño es el caso de la venta por 57 millones de euros de una obra de arte digital en la casa de subastas Christie’s. La obra en sí está formada por cinco mil imágenes recogidas por su «autor» (¿o sea, que encima no son suyas?) y es una auténtica maravilla del tocomocho, porque no solo cumple la premisa de vender la nada, sino que encima no era suya originalmente. Un aplauso desde aquí para él por su valor de símbolo virtual de nuestra época.

El mundo de la literatura también está de suerte: el director general de Twitter ha puesto en subasta el primer tuit que se escribió, una maravilla que aquí ofrecemos gratis y que decía algo así como «Aquí configurando mi Twittr» (encima no lo escribió ni bien el tío). Un empresario malayo ha pagado 2,9 millones de euros por el uso exclusivo del tuit. Supongo que ahora podrá usar esta frase en multitud de contextos como cenas y quedadas informales o tal vez la pondrá encima de la repisa de la chimenea o, si quiere estar acorde con la moda minimalista, puede que solo la use virtualmente.

Me hubiera gustado hablar sobre la ciudadanía virtual catalana y Puigdemont (pero me ha parecido que caería en lo obvio), sobre el linchamiento virtual y el concepto de «cancelar», acepción inglesa que hemos importado absurdamente en castellano y se refiere a la costumbre de «eliminar» virtualmente a gente que no te gusta lo que hace. Nos quedaremos en que considero un progreso pasar del linchamiento físico al virtual (y que ese podría ser un bonito camino a seguir para la violencia), y que linchamiento viene de un señor que se llamaba Lynch. (Esto no aporta nada más al informe que el hecho de que me hizo gracia descubrirlo. Es como si un día me enterase que pretamento fuese una palabra portuguesa que significa «asfixia sexual placentera» y que etimológicamente le debiese el nombre a un señor o señora que se llamase «Prieto». Me haría ilusión. Pensaréis: «Qué tío más raro», pero solo tenéis que volver al párrafo anterior y leer lo del malayo que compró un tuit. Ya estáis de vuelta, me imagino: ¿a que ahora parezco más normal, ¿verdad?)

El valor fundamental de nuestra época, el dinero, no ha sido ajeno a este espíritu general de vuelta a la nada. Los libros de texto de las asignaturas de geografía y historia nos contaban en el instituto que en cierto momento de la historia moderna las monedas que emitía un país estaban respaldadas por su valor nominal: una peseta contenía la cantidad de cobre intercambiable por una peseta. Hasta aquí todo bien.

Tras una crisis monetaria de las grandes, el sistema se fue al garete y se reemplazó por el patrón oro: a partir de ese momento, el dinero en circulación de un país se veía respaldado por la cantidad de oro que se guardaba en el banco central de la nación en concreto. De momento sigo entendiéndolo, aunque menos.

Sin embargo, también esto se fue al sumidero en los años setenta y desde entonces vivimos en un mundo de virtualidad monetaria que se basa sobre todo en la relación de una divisa particular con el dólar. De la virtualidad del dinero son muy conscientes los argentinos y los venezolanos (no debe de ser el caso de los que compran áticos en Madrid por nueve millones de euros), pero nadie está libre de recibir la primera pedrada.

El dinero, como el Espíritu Santo, y el capitalismo, como Dios Todopoderoso, alcanzaron entonces uno de los rasgos principales de cualquier religión que se precie, y no me refiero a la espiritualidad, sino a la inmaterialidad y la fe que se tiene en estas cosas. Podemos decir que el dinero ha superado las leyes de la física: ahora nace de la nada y de ella se crea. No sabemos si se destruye o se queda en el purgatorio, como le ha sucedido a todos aquellos con bitcoins que valen supuestamente millones y que sus «dueños» no pueden «tocar» (tocar, tocar nunca pudieron, la verdad) porque han olvidado la contraseña. Los bancos centrales le dan al botón de imprimir (esto se llama técnicamente expansión cuantitativa) y con ello consiguen un doble efecto: crean billetes y, a la vez, les quitan valor a los nuestros, que de repente valen menos sin que los dígitos hayan cambiado. Si el Espíritu Santo era el dinero y Dios Padre, el capitalismo, no hay que ser muy listo para ver quién es Cristo crucificado.

Para acabar, quisiera finalizar hablando de un fenómeno que se ha puesto de moda en los últimos años: lo he bautizado como aplauso masturbatorio o pajilleril. No es muy elegante, pero creo que sí es claro.

No sé si influidos por la perniciosa retórica de la motivación de carácter deportiva que viene de Estados Unidos (¡vamos, chicos!, ¡adelante, equipo! y mierdas así), colectivos de dudosa reputación como los políticos se dedican a aplaudirse a sí mismos tras actos de gran heroicidad como la aprobación de una ley o incluso de una mera frase o declaración formal.

En algún momento, esta desafortunada costumbre se importó a los entierros, donde lo normal hasta entonces eran llantos, silencios, risas y conversaciones banales. Ahora aplaudimos al muerto, no sé si por lo bien que lo ha hecho al morirse; a la muerte, por su buen trabajo, o simplemente a lo bien que ha salido el funeral, coño. Quizá hacemos honor a nuestra época y aplaudimos a lo inmaterial. A fin de cuentas, no somos nadie. O, tal como se diría en nuestros días, no somos nada.

Comentarios

  1. Tu texto no es minimalista.
    Mi comentario sí.
    El capitalismo mata.

    (pseudo-haiku)

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