Informe 30: Pro porción

En muchos libros de crítica artística se habla de que una de las cualidades imprescindibles del gran arte es la armonía. Lo primero que me viene a la cabeza a mí (no sé a vosotros) al oír esta palabra es una escultura neoclásica acompañada de una elegante melodía de arpa. Sin embargo, lo que implica la armonía ―a nivel artístico, no estrictamente musical― es una relación proporcionada entre las partes, que puede ser desigual y exagerada si esos son los rasgos que dan unidad a la obra. Si lo pide, una obra de arte puede ser inarmónicamente armónica, proporcionadamente desproporcionada o uniformemente diversa.

             Este significativo contrasentido me sirve de introducción para hablar de nuestros problemas para entender las proporciones de las cosas. Los seres humanos tendemos a confundirnos con las cifras y lo que implican, algo que puede resultar especialmente preocupante cuando nos enteramos de que los errores de cálculo en la dosis correcta de la medicación (el porcentaje aplicable según el peso, movimiento de la coma de los decimales en una u otra dirección) producen, según cálculos recientes, entre siete mil y nueve mil muertos anuales en Estados Unidos.

            La coma de los decimales se corre que da gusto en toda clase de contextos y provoca confusiones allá por donde va. Seguro que muchas veces habéis pensado tras zamparos un plato de espinacas: «¿Por qué no tengo una fuerza descomunal como Popeye?». Como sucede si has tenido una infancia normal, de pequeño no me gustaban, pero tenía el consuelo de pensar que podría llegar a convertirme en un forzudo (o que al menos me saldría un tatuaje de un ancla en el bíceps).

En este caso no le echaremos la culpa al creador de Popeye, sino al autor del estudio que le confundió, un químico alemán que, a finales del siglo xix, cometió un pequeño error al calcular la cantidad de hierro que había en esta verdura. Algo que padres y madres de todas generaciones han ido ocultando a sus hijos por su propio interés y que forma parte de esta gran telaraña conspiratoria con la que se engaña a los más pequeños con compinches como el Ratoncito Pérez y los Reyes Magos. Y luego nos extraña que haya gente que piense que la luna es plana y que las vacunas son los padres, como Victoria Abril y Miguel Bosé...

            Alguien podría decir que no es necesario ser ingeniero para no cometer los errores anteriores, pero no podemos dejar de mencionar aquí el malhadado error que llevó a la NASA a perder una sonda de 125 millones de dólares enviada a Marte porque sus ingenieros trabajaban en metros y milímetros en sus cálculos mientras que los diseñadores del aparato lo habían hecho en pies y pulgadas (para quienes lo desconozcan, son treinta y tres centímetros, respectivamente).

            La dictadura de la estadística en nuestra vida cotidiana no ha ayudado a corregir estos errores. Nos vemos abrumados continuamente (y en el último año, aún más) por tantos por ciento cuyo único objetivo es conmocionarnos, escandalizarnos: hace unas semanas, Boris Johnson, el primer ministro del Reino Unido, dio una rueda de prensa donde anunció que, según los primeros estudios realizados a la cepa británica, esta causaba un 30% más de mortalidad. ¡Escándalo! ¡Horror! ¡Y un 30% nada menos!

Sin embargo, la letra pequeña de la noticia informaba de que eso implicaba que, en vez de 10 muertos por cada 1.000 habitantes, provocaba 13. Sí, hay que reconocer que para los tres más a los que les tocaba es una auténtica jodienda, pero quizá la cifra no está a la altura del impacto que nos había causado al principio el porcentaje.

Sí, un aumento de un 50% anual de los atropellos en una determinada zona es indudablemente una mala noticia, pero quizá es mucho peor el incremento del 1% de muertes en otra región (sobre todo, si el 50% implica pasar de uno a dos muertos y el 1% de 9.900 a 10.000 fallecimientos).

Hay un chiste de Eugenio que explica muy bien esto: el profesor de Biología pregunta a sus alumnos cuál es el órgano del cuerpo que puede agrandarse nueve veces su tamaño. Todo el mundo guarda silencio hasta que una chica responde con timidez: «El pene». El profesor replica: «Es la pupila, pero felicite a su novio». Pues sí, la pupila crecerá mucho, pero si Amancio Ortega aumenta sus ingresos anuales en un 0,5%, seguirá ganando muchísimo más que tú, aunque te hayan subido el sueldo un 1.000%. Lamentablemente, somos la pupila; me queda la duda de si el Bezos ese o Amancio son el novio al que hay que felicitar o el pene. Igual sería mejor felicitar al novio o a la novia del susodicho. Qué sé yo, por felicitar que no quede.

A esta miopía numérica hay que añadir la hipermetropía que sufrimos con aquellas cosas que nos parecen más grandes solo porque pertenecen a nuestra época. Hace poco leía que las fortunas de todos los mangantes contemporáneos (perdón, ha sido el corrector, quería decir «magnates»), pese a que nos parecen astronómicas, son ínfimas si las comparamos con el dineral que tenía Rockefeller, el potentado del petróleo. A ver, tampoco hace falta ser un intelectual para darse cuenta de que si su apellido pasó a significar por antonomasia «millonetis», por algo sería. (Quizá llegue un día en que se diga «estás hecho un bezos o un zuckerberg», pero por fortuna creo que estaremos sordos o muertos. Puede que ambas cosas.)

Es triste, pero en esta época nuestra ni siquiera nos destacamos por ser los más desiguales de la historia. A este paso solo vamos a quedar en puestos destacados en la competición de la época más idiota. Como decía Enric González en un artículo reciente con su lucidez de siempre, qué gran momento este para ser imbécil.

Por ejemplo, hace más de treinta años, los científicos miraron a la capa de ozono y descubrieron que, como sucede a veces a tu camisa preferida, alguien le había tirado ceniza y ahora tenía un agujero que no era el de ningún ojal. A ver, no quería acusar a Marte de habernos tirado ceniza de un porro, vayamos a la explicación oficial: contado pronto y mal, es que nos habíamos pasado con el desodorante en espray (y con la laca, como sabe todo aquel que estaba vivo en los ochenta o haya visto películas de la época).

Sabemos que, si esto hubiera sucedido ahora, millones de memos habrían enviado cientos de millones de memes desmintiendo la existencia del agujero y empresas como Rexona hubieran hecho grandes campañas en contra de la capa de ozono para mantener su emporio del espray. Seguramente, gente como Miguel Bosé hubiera negado la existencia de la capa de ozono y la moda en la ultraderecha sería llevar el pelo cardado en vez de al cero.

Afortunadamente, esto no pasó: las empresas se pusieron las pilas, nadie discutió cosas de las que no-tenía-ni-puta-idea y el agujero empezó a menguar (no, si te lo preguntas, mi camisa se quedó igual). Ahora imagínemonos que, al igual que descubres que has lavado tu camisa con agua caliente y de repente pareces un anuncio de Oscar Mayer con ella puesta, sucediera eso mismo con el hielo de los polos (el norte y el sur, no los de Frigo, ¿eh?), como una prueba palpabílisima del calentamiento global y las empresas se pusieran las pilas para corregirlo, los gobiernos también y el primo de no sé quién no dijera gilipolleces. Digo que nos lo imaginemos, porque creo que verlo no lo vamos a ver.

Podemos tener dos gafas de Alain Afflelou, pero tampoco eso nos va a permitir entender otra interesante proporción. Supuestamente ahora somos más ricos que nuestros antepasados, ganamos mucho más en euros que ellos en pesetas (con las conversiones correspondientes). Ellos se compraron un piso y tú quizá también hayas podido. La vivienda les costó el equivalente de aproximadamente seis anualidades completas de sueldo; en la actualidad, según acabo de consultar en un calculador de hipotecas, el precio de un piso (más pequeño que el de tus abuelos, claro) se cotiza a treinta años de trabajo, un riñón (preferiblemente el izquierdo) y tus tres primogénitos (irán perdiendo el título a medida que se los entregues al banco). Pero yo gano más en euros que mi abuelo en pesetas.

Por último, la proporción también nos sirve para darnos cuenta de que, aunque no hayamos tenido casos cerca (algo que cada vez podemos decir menos), hay una grave epidemia a nuestro alrededor, del mismo modo que, por difícil que sea, aquellos que la han sufrido en sus propias carnes no tienen que ver al resto de la humanidad como una pandilla de imprudentes jovenzuelos. Hacemos de lo particular, de nuestro caso personal e intransferible, algo universal y, cuando vemos que nuestra vara de medir no funciona con la gente, pensamos que en realidad algo falla en los demás. Con objeto de solucionar esto recomiendo gafas o lentes de contacto para corregir la proporción a una armonía adecuada, incluso una operación de miopía. No vayamos a acabar como Edipo rey.

 

Comentarios

  1. Qué razón tienes, Andrés. En estos tiempos en que el calentamiento global no existe si hay nieve, no hay pandemia si tú no lo has pillado, no hay desigualdad porque tú vives mejor que tus abuelos, solventamos los problemas con cuatro memes y nos los echamos a la espalda antes de hacer el siguiente chascarrillo.
    Por cierto, a mí me encantaban las espinacas de pequeña. De ahí solo puedo pensar que si monto un negocio de polos con sabor a espinacas me forraré, ¿no?

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