Informe 31: Solo una letra separa el arte del váter

 

El hombre moderno, al menos el hombre moderno con ínfulas intelectuales, ha tenido la pretensión, herededa de Rimbaud aunque no lo sepa, de convertir su vida en una obra de arte.

            Lo malo de esta ambición es que las obras de arte se dan por finalizadas en algún momento, cuando se considera que han alcanzado un estado más o menos ideal. Esto no suele pasarnos en la vida. Ni siquiera la gente más coherente del mundo decide saltar de un décimo cuando cree que ha alcanzado el momento álgido de su existencia y que a partir de ahí todo va a ser cuesta abajo. De hecho, en las pocas ocasiones en que alguien ha intentado llevar a cabo esto, la cosa ha acabado como el rosario de la aurora.

La actriz Lupe Vélez, exesposa de Johnny Weissmuller, decidió suicidarse por razones que no vienen al caso de este informe y preparó un escenario ideal para su muerte con la intención de que su cadáver pareciera una Bella Durmiente rediviva. Sin embargo, tuvo la mala suerte de mezclar los barbitúricos con los que esperaba causarse la muerte con un cena picante mexicana. Esta combinación le afectó al estómago y, por resumir y no ser muy desagradables, acabó sus días no el dormitorio que con tanto mimo había preparado, sino en la taza del váter.

Bueno, estábamos con que queremos que nuestra existencia sea una especie de obra de arte pero, por fortuna (o no), la vida no permite pentimentos ni hacer borrón y cuenta nueva (al menos de momento, hasta que la ciencia permita eliminar nuestros recuerdos más traumáticos).

Y, como el arte imita a la vida, desde el Romanticismo se volvió habitual en el mundo artístico ir trabajando en una obra remodelándola a lo largo de toda la existencia de su autor. Uno de los ejemplos extremos es el poeta onubense Juan Ramón Jiménez, que, a partir de cierto momento de su vida, decidió compaginar la creación de nuevas composiciones con, sobre todo, la labor de ir reformando y modificando toda su obra previa, con el deseo de dejarla pulida y establecida de una manera definitiva.

No era este un fenómeno nuevo, pues ya Leonardo da Vinci (curiosamente, uno de los artistas más apreciados en nuestra época; no desdeñemos el poder de las novelas malas para crear ídolos) era muy de ir trabajando a lo largo de toda su vida en sus cuadros (una de las razones de que acabara tan pocos) y, por ejemplo, conservó junto a él la Gioconda para ir añadiendo pinceladas hasta el final de sus días.

Hoy en día, tenemos unos juguetitos que nos sirven para colmar de una manera cutre las ansias de hacer de nuestra vida si no una obra de arte, al menos un proyecto de bricolaje: me refiero a las redes sociales.

Estos inventos del demonio (que no engañan a nadie desde su nombre, pues no debemos olvidar que las «redes» solo sirven en la realidad para atrapar presas, sean estas moscas o peces) nos permiten enseñar al mundo una vida del todo falsa, pero, en vez de hacerlo escribiendo unas memorias como era costumbre antes, ahora es a través de foticos, peliculillas o frases que no sean muy largas (no va a salir otro Proust a este paso), según si uno ha elegido Instagram, Facebook o Twitter.

Como cuenta la fábula clásica, siempre habrá otro sabio recogiendo las hierbas que vayamos desechando en el campo, así que seguro que hay jóvenes adultos que lloran amargamente por los viejos tiempos, donde al menos los vídeos no duraban solo veinte segundos, pues esto es lo que sucede en esa ―en apariencia― red social de vídeos chorras llamada TikTok, que ha demostrado ser en realidad, tal como Trump atisbó hace un año en el único gesto de inteligencia de su mandato, una herramienta de espionaje (¡que se lo digan a los rusos que querían entrar de estranjis en Ucrania!).

Las redes sociales permiten cortar y pegar nuestra vida virtual, borrarla y pulirla para darle una forma ideal, ser una especie de Juan Ramón Jiménez en cutre y algo que se ha puesto de moda en los políticos españoles que estrenan cargo y que se dedican antes de hacerlo a «limpiar» sus cuentas.

Cuando uno repite tantas veces un gesto, se acaba dando forma a un espíritu, a una manera de ser, y de ahí a aplicarlo a la realidad exterior solo había un paso. Pues si podemos eliminar nuestros mensajes antiguos en Twitter o retocar las fotos en Facebook para que no aparezcan esas antiguas amistades con las que ahora ya no nos llevamos tan bien, ¿por qué no hacer lo mismo en la vida real?

Ya sé que exagero, pero hay que recordar que así comenzó Stalin: empezó a cargarse a antiguos colegas del Partido en las fotos y acabó ordenando la ejecución de millones de personas. Bueno, igual fue al revés, pero pensemos en las sabias palabras de Thomas de Quincey: se empieza matando a alguien, se pasa a robar, a beber alcohol y a saltarse la misa de los domingos y, al final, se acaba cayendo en los malos modales.

Y, hablando de Stalin, ahí tenemos a otro gran influenciador no reconocido. Durante los tristemente famosos juicios de Moscú, muchos miembros de la antigua cúpula del PCUS fueron obligados a confesar en público sus presuntas maldades antes de ser ejecutados. Y antes de ser sometidas a ejecuciones virtuales (en jerga moderna y anglicismo incorrecto en castellano, «cancelaciones»), un notable número de personas que cometieron graves errores en sus redes sociales se han visto obligadas a confesar sus errores en público, con mensajes que intentan «reparar» su vida en la red. Pienso que esto de confesar en público tus pecados es una cosa muy protestante (recordemos las innumerables ruedas de prensa de políticos estadounidenses pidiendo perdón a su esposa y a sus electores por sus «pecadillos») y extrañamente ha calado en muchos países de moral católica como el nuestro, donde ya sabemos que lo de reconocer errores no es algo muy nuestro (ni tampoco lo de dimitir, pero eso es tema de otro informe).

Las redes sociales, como lo de tener armas en casa, son cosas muy yanquis (por suerte, solo han exportado al resto del mundo la primera) y, en este asunto al menos, están muy relacionadas: si yo me cabreo como una mona o estoy loco, en Europa no tengo acceso fácil a una pistola ni a un rifle semiautomático de manera legal, de manera que así evitamos males mayores; en paralelo, si estoy borracho o soy un cretino, y no tengo una red social donde expresar mis soplapolleces, luego no tendré que arrepentirme de las tonterías que haya puesto en ella.

Recordemos a aquella imbécil que, antes de montarse en el avión que la llevaría de Estados Unidos a Sudáfrica, escribió un tuit racista sobre que no iba a pillar el sida porque era blanca. Al aterrizar ya había perdido el trabajo. A ver, no quiero preocuparme de una lerda como esta, pero si no hubiera tenido una red social, seguiría teniendo trabajo y el mundo no habría tenido que leer una gilipollez más. Mejor nos iría.

Todo este informe y los temas tratados en él son un poco virtuales y, en consecuencia, insustanciales. Pero, bueno, eso es internet, algo sin materia o sustancia física clara y que está en la nube, como dicen ahora: gaseoso, ya ni siquiera líquido (¿una época aerofágica, quizá?). Y esta falta de chicha lo contamina todo, incluso la solidaridad, cuya forma internáutica se resume en un caldo desleído de falta de esfuerzo, buena conciencia e insustancialidad que se plasma en un gesto: el clic con el que apoyamos alguna causa humanitaria. Mejor esto que no hacer nada, no lo niego, aunque no sirva de mucho.

Sin embargo, es norma en el ser humano que aquello que se usa para el bien evolucionará impepinablemente para el mal y acabará convirtiéndose en su némesis. Así nació el linchamiento virtual (aprovecho para apuntar que la palabra viene de un señor que se llamaba Lynch y de una supuesta «ley» a la cual dio su nombre, detalle que descubrí hace poco y me pareció curioso), una forma de sacar al exterior nuestros malos instintos y que se caracteriza por ser barata, vacía y cobarde (pues suele ser anónima, rasgo que comparte con las masas que ejecutan los linchamientos reales).

Intentamos que nuestra vida, tanto la virtual como la de verdad, sea arte dejándolo todo bien pulidito y limpio, pero no debemos olvidar que eso también lo pensaba Lupe Vélez antes de acabar con la cabeza en la taza del váter.

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